“Estoy muy mayor. Sólo me queda el pelo”. El británico es de esa estirpe de artistas que se toman mucho más en serio sus canciones que a sí mismos. Quizá eso explique su trayectoria: Hacia 1989 lo tenía todo para, como se dice ahora, asaltar los cielos: Atractiva estampa de crooner culto rompecorazones, intachable y breve trayectoria con grupo indie de prestigio y un pedazo de disco bajo el brazo, su debut en solitario. Pero el torbellino de modas sucesivas de los 90 y la miopía de crítica y público le condenaron al ostracismo: De repente, lo clásico, y prometo no abusar del adjetivo, no se llevaba. Lo único bueno de este pequeño drama es que, a diferencia de unos cuantos de los que se quedaron con la gloria efímera del momento, sus canciones sí se llevan muy bien con el tiempo. Son las ventajas de escribir hits atemporales. En su nueva visita a Madrid se trataba, pues, de reivindicar su cancionero esencial, aquél que cimentó su prestigio entre 1983, fecha de partida de su inmortal debut con The Commotions “Rattlesnakes” y 1996, cuando conflictos con su sello parecieron hundir definitivamente su carrera, entre la indiferencia generalizada. Universal está a punto de sacar una nueva caja que ha obligado a Cole a hacer mirar atrás. Lo que en otros casos podría haber degenerado en pura celebración nostálgica y masajeo del ego, funcionó la mar de bien. Como siempre, por una sola razón: La inmensa calidad de unas canciones que concilian referencias cultas con emociones primarias y nos devuelven libros, películas y besos de la juventud y la inocencia irremisiblemente perdidas.
Flanqueado por tres guitarras acústicas y ante un público ilustrado de venerable edad media, respetuoso y no tan amplio como podría haberse esperado, Cole, chupa vaquera ceñida que le daba un esforzado aspecto juvenil y pelo repeinado, atacó “Patience”, fijando el tono de la velada: elegantes reinterpretaciones acústicas de su repertorio, entre bromas futboleras y sobre su edad, y la ya habitual pelea con el afinador. Con sus condiciones vocales en plenitud, el británico interpretó “los sospechosos habituales”, con especial hincapié en el material de “Rattlesnakes” y -no es casualidad- el mencionado y en su momento vergonzosamente ninguneado “Lloyd Cole”, ante el entusiasmo de la calurosa parroquia, que añadía ocasional percusión de palmas (y apoyo vocal en “Jennifer She Said”, a petición del propio cantante, que dijo sentirse demasiado viejo para cantar solo el estribillo final). Desde que reflotó su carrera con el cambio de siglo, hasta donde sé todas las visitas de Cole han sido en formato mínimo -por un lado, sabemos que nuestro hombre no es muy amigo del descontrol de la electricidad y el volumen, por el otro, los rigores de un implacable mercado imposibilitan otras opciones-. Y ése es el único pero que le pongo a un concierto que pudo resentirse nuevamente de una interpretación pulcra en exceso. Sin embargo, a poco que se soltara, nos dejaba delicias del nivel de una rítmica “My Bag” o las preciosas “Loveless”, con esa frase letal de “so why do you say you love me when you don't?” y su prima hermana, “No More Love Songs”.
Quizá para paliar el peligro de caer en la monotonía, en la segunda parte del concierto, Lloyd nos tenía reservada una estupenda sorpresa: Resulta que el muchacho con aspecto de jovencísimo John Squire macarrilla que le afinó sus guitarras antes de que empezara el concierto no era otro que su primogénito William, que le acompañó en la segunda mitad del show con una segunda guitarra, añadiendo matices de arpegios, punteos y pequeños arreglos (y de paso, llevándole las maletas en el aeropuerto, añadió con sorna el padre ante el bochorno de su vástago). El chaval cumplió con creces. Cayó así otra buena tanda de monumentos a la melancolía desatada, al amor juvenil que parece eterno y su inevitable reverso, el desencanto: “Downtown”, “No Blue Skies”, “Like Lovers Do”, joyas de The Commotions como “Charlotte Street”. De modo que cuando padre e hijo se despidieron dejando las primeras notas del solo acoplado de “Forest Fire” -imposible reproducir con acústicas, claro está- nadie podía pedir más después de casi dos horas de festín, descanso incluido. Lo cual no evitó que me quedara con el regusto amargo de otras ocasiones: Qué sería de estas canciones con una buena banda, como se grabaron en su momento. Cosas mías, vaya.
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