Son unos horrrteras, así con muchas erres, que suenen muy alto. Y su álbum es uniformemente despreciado por una parte de la crítica, pero en directo son otra cosa. Directos al hueso, sin más florituras que las necesarias, y reduciendo las curvas a exiguas líneas rectas. Con el viento a favor y la sala llena de una juventud insultante, salen los cuatro Late Of The Pier dispuestos a demostrar que la guitarra es un artefacto viejo y cansado, aunque para hacerlo tengan que tocarla y disfrutarla antes en un rito que no tiene nada de liberación del pasado, que es puro presente y seña de identidad. El grupo es un monstruo creado por décadas de un acercamiento iconoclasta a la cultura pop. No dan nada nuevo, combinan, y en cada paso se delatan los ingredientes de una digestión irregular de lo que les dejaron sus mayores: la experimentación rock, el choque entre lo eléctrico y lo electrónico, y la canonización del riff como máximo vehículo de expresión de cualquier sentimiento que se les ponga por delante. Ejecutan la mitad del repertorio sin despeinarse, dejando escapar apenas un par de muecas provocadas por el esfuerzo y la intensidad. A veces parece que no fueran estos chicos modositos los que tocan con esta intensidad, y de pronto, a machacar los instrumentos. No entienden de términos medios, son demasiado jóvenes para ello, pero por lo menos tienen claro que en directo se puede triunfar con economía y a ellos les sobran ropajes. El día que se den cuenta de que así también se pueden grabar discos serán imprescindibles.
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