Hay historias que merecen ser contadas por el final y desde luego esta es una de ellas. La última hora y media de las más de tres de concierto ininterrumpido que protagoniza Bruce Springsteen en esta gira bautizada como “The River Tour” es prácticamente imbatible por no decir insuperable. Desde que entona ese “Because The Night” que ayudó a catapultar a otra insigne ciudadana de New Jersey como Patti Smith, el concierto alcanza un nivel a la altura de la leyenda de lo que siempre ha significado el jefe en directo. Sin alardes escénicos, sin pirotecnia, sin cañones lanzando salvas o lascivas muñecas hinchables, Bruce Springsteen se basta de su contagiosa energía escénica para poner a bailar a todo un estadio, ya sea entonando clásicos de su repertorio o echando mano de versiones de temas atemporales como “Shout”, “Twist And Shout” o una sentida interpretación de “Purple Rain” que fue, junto al recuerdo de los malogrados Clarence Clemons y Danny Federici en “Tenth Avenue Freeze Out”, dos de esos momentos en los que incluso aflora esa lagrimilla contenida poco antes de iniciar su descenso por unas mejillas sonrojadas de felicidad.
Lo mejor que se puede decir de esta gira es que la gente sale feliz, inflada de contenta al comprobar que, pese al paso de los años de músicos y seguidores, aún estamos en disposición de disfrutar del mejor Springsteen. El mismo que desapareció de forma algo abrupta y sorprendente a partir de “Tunnel Of Love” (1987) y que solo ha recuperado el pulso de su leyenda en momentos muy puntuales como cuando le dio por vindicar la figura de Pete Seeger y la tradición de la canción protesta americana. Un Bruce Springsteen que se vale de su legado más valioso, el compuesto por “Born To Run” (1975), “Darkness On The Edge Of Town” (1978), “The River” (1980) y como no “Born In The USA” (1984), para dejarnos noqueados en una nostalgia bien sobrellevada que solo tuvo algún problema de sonido al principio del show, pero que luego entró dentro de lo aceptable teniendo en cuenta las dimensiones del recinto, y lo diferente que puede ser tu apreciación del mismo en función de la localidad en la que te encuentres. Porque poco de eso les debió importar a las primeras filas que vieron como en repetidas ocasiones nuestro protagonista se acercaba hasta ellos para darse ese obligado y consabido baño de masas, además de aceptar regalos como un sombrero, peticiones como “Glory Days” en forma de cartel y subir a dos chicas para cumplir con el ritual al que obliga “Dancing In The Dark”.
Y es que el bolo de Bruce Springsteen tuvo mucho de eso, mucho de liturgia y ritual de lo que es y debe ser un concierto de rock al margen de las dimensiones del recinto. Una banda con los callos endurecidos por la experiencia dándolo todo para lograr que esa correa de transmisión que ofrecen las grandes canciones, provoque la emoción que hace que la música se baste para alcanzar un estado de éxtasis vital. Ese mismo éxtasis que muchas veces ha jugado en contra del personaje, que ha tenido que soportar la puyas de los que no comparten esa devoción casi mariana que provoca en muchos de sus seguidores. Los mimos que no volverán a pisar un concierto hasta que el próximo fenómeno mediático vuelva con su circo a visitar nuestra ciudad. La diferencia es que Springsteen ha merecido su estatus a base de temas insuperables que forman parte fundamental de la tradición de la americana de las últimas décadas, o al menos de la década que va del 75 al 85.
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