Stanley Kubrick firmó la que posiblemente sea la elipsis más espectacular y sabia de la historia del cine: esa escena inicial de “2001. Odisea en el espacio” que muchos tenemos grabada en la mente. Al volver a enfrentarme a un directo de Kraftwerk, creé mi propia elipsis mental en la que vi a Ralf Hütter y Florian Schneider dándole a una tecla de sintetizador por primera vez a principios de los setenta, mientras Robert Moog o gente como Wendy Carlos levantaban el pulgar en señal de aprobación.
Al segundo siguiente tenía frente a mí a una de las grandes leyendas de la música electrónica y pop de todos los tiempos, el propio Hütter, acompañado por Fritz Hilpert, Henning Schmitz, Falk Grieffenhagen, todos ellos enfundados en sus ya característicos maillots a la Tron. A mí alrededor había montones de personas de edades diversas, escondidas tras la intimidad que les daban sus gafas 3D de cartoncillo. Ellos y yo estábamos absorbidos por una suerte de energía electrónica y un mar de imágenes brillantes que surgían del escenario que teníamos en frente, un escenario por el que habrán pasado algunas de las más grandes voces de la ópera mundial pero que yo asocio más a aquella vez en la que Björk y Matmos tocaron juntos frente a nosotros. La elipsis mental me había trasladado casi cuarenta años en el tiempo y Hütter, ese nerd de las máquinas ahora parecía más un turista germano que, mientras visitaba la ciudad, nos volvía a conquistar -vestido algo ridículamente- con su legado, un legado que durante todo este tiempo nadie ha sido capaz de invalidar.
Kraftwerk podrán sonar en la actualidad menos excitantes para muchos que el enésimo subgénero electrónico que lo pete a día de hoy, podrán haber exprimido su fórmula demasiado durante las últimas dos décadas, pero crearon algo tan especial que aunque nadie se preocupe por Hilpert, Schmitz o Grieffenhagen, lo que le debemos a Hütter es tanto que solamente por mostrarle nuestro respeto cuando subraya su calidad sobre un escenario ya merecía la pena estar allí. Las entradas eran caras y el ambiente de exclusividad podían pesar, pero tanto da, porque Kraftwerk merecían poder desplegar este espectáculo en tres dimensiones en la unas condiciones óptimas que la vez anterior se les escurrieron un poco por entre los dedos. Y aprovecharon la oportunidad.
Su espectáculo y su sonido ganaron mucho en el Gran Teatre del Liceu, aunque uno pudiera llegar a dudar sobre el mejor término para describir la experiencia. Porque los directos de Kraftwerk ahora mismo son conciertos y no lo son. Son una instalación visual y musical que atrapa con todo su encanto retrofuturista, pero respaldada por un repertorio fantástico. Hütter y los suyos podrían ofrecernos mappings novedosísimos y alta tecnología del mañana, pero si lo hicieran quizás dejaríamos de apreciarles del mismo modo. Nos basta con que adapten su repertorio a formas mucho más modernas, con que aceleren los bpm’s de algunas piezas o con que nos hagan sonreír como niños pequeños cuando vemos naves espaciales desplazarse frente a nuestros ojos en 3D como si de “It Came From Outer Space” de Jack Arnold se tratase.
La verdad, no sé si Hütter, Hilpert, Schmitz y Grieffenhagen tocan o no tocan demasiado a lo largo del show, ni siquiera si visitan páginas de cocina en Internet mientras andamos ensimismados escuchándoles y viéndoles, lo que importa es que sonaron “The Man-Machine”, “Radioactivity”, “Computer Love”, “Boing Boom Tschak”, The Model”, “Autobahn” –si les pareció larga es que quizás estaban en el lugar equivocado-, “Tour de France”, “Neon Lights”, “Aero Dynamik” y muchas otras canciones que son historia de la música electrónica, con esos eslóganes que podrían parecen cándidos y desfasados, pero cuyo mensaje continúa siendo tan válido como el primer día. Por no hablar de cuando esos maniquíes toscos moviéndose torpemente les sustituyen mientras suena “The Robots”. Ese momento da más qué pensar que muchos conciertos completos que uno pueda ver en la actualidad.
No sé, me sorprendo adulando tanto a un grupo, pero lo cierto es que hacerlo es saldar una cuenta con mi propio pasado. De no ser por ellos hubiera tardado mucho en entender que otra forma de hacer música era posible.
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