Joan se ha cambiado el pelo y la ropa a negro. Viste cuero de pies a cabeza, aparentando mayor aplomo del que ya hace alarde en su tercer disco, ‘The deep field’, motivo que la trae a España dentro de una gira europea de 50 conciertos en tan sólo 12 semanas. Quizás su apariencia más sobria y decidida pasa por momentos vitales que ya considera superados, aunque con dudas, porque uno nunca sabe con certeza a qué nos enfrentará la vida. De su cintura de avispa salen dos muslos como columnas colosales griegas, y de su delicado perfil facial emana a veces el reflejo de muecas duras y dolorosas, otras lamentos de dicha, que resumen su condición: “ser humana me hace llorar porque siento la felicidad y no quiero resistirme nunca a vivirla” (“The human condition”). Contradicciones propias de cualquier miembro del público presente, mayoritariamente masculino, que boquiabierto y empapado, sentía una cercanía inédita a esta artista. Una intérprete que, lo mismo canta como un ángel que como una rockera rabiosa en una misma línea, incluso agarrándose al efecto de un segundo micro para alcanzar la inhumana distorsión vocal. Una mujer que, pese a sinsabores, expresa empeños entusiastas de la manera que sólo los grandes músicos pueden hacerlo. Joan pertenece sin duda a ese exclusivo club de talentos que en la última década nos han enseñado el valor del cantautor del siglo XXI, mezcla de carácter complejo en lo personal y una apabullante armadura en lo instrumental y vocal, como Antony o Rufus. Como ejemplo, está el dar las gracias continuamente desde el ecuador del show hasta el final (cuando los agradecidos éramos los presentes). Pero los agradecimientos, la manifiesta fascinación por el tipo que manejaba la esfera lumínica tradicional de la sala (ella la llamaba “la rueda de la fortuna”), un entregado repertorio de quince temas (la mayoría del último trabajo), y su inmediata presencia en la firma de discos a la salida, son sólo anécdotas en comparación con una más que notoria habilidad. Es capaz de vestir con un manto de intimidad y silencio la sala, en la que no se oía ni un respiro, en el momento culmen de la actuación, al cantar “Forever and a year” a un amor al que convencer: “Don´t be scared, because I´m in it, I mean it, I´m into love”. Y también, con ayuda de otro teclista y de batería, se luce cuando araña suavemente o rasga la guitarra (su púa salió por los aires en “The magic”) o juega sincopadamente en finales apoteósicos teclado-teclado, teclado-guitarra, ligeramente setenteros, como en “Chemmie” o “Nervous”. Por encima de todo nos quedamos con su voz, en ella muestra del consejo “conócete a ti mismo” como mejor arma de repertorio, bañada de humildad y carácter a la vez, de seguridad y vulnerabilidad, de cuero o de algodón, de policía o criminal, de amargura o gozo, pero siempre, y a pesar de los miedos, herramienta virtuosa con la que celebrar la fortuna de amar y vivir.
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