La visita de James Blake a ‘Noches del Botánico’ venía motivada, sobre el papel, por la presentación del que es su último álbum hasta la fecha, “Playing Robots Into Heaven” (UMG, 23). Cualquier excusa hubiera sido legitimada al instante, siendo que la conclusión no era otra que fijar el concierto de uno de los artistas más plurales de electrónica europea de la última década, al amparo (además) del entorno inigualable que propone el ciclo madrileño. El británico acudió a la cita en formato de trío, con dos músicos encargados, en uno u otro momento, de teclados, modulares, guitarra, loops o batería. Una puesta en escena saldada con rotundo triunfo, tras realzar las partes más orgánicas del asunto y, con ello, alimentar realismo y pegada de un espectáculo que, según aseguró el protagonista, se desenvolvió en riguroso directo, sin partes grabadas de antemano ni lanzadas desde la mesa.
La actuación de James Blake fue, en la práctica, una mixtura impagable entre lo analógico y, por supuesto, lo tecnológico. Una hipnótica mezcla de mundos por momentos desbordante, que en realidad no es sino extensión de las propias peculiaridades artísticas de un músico que trabaja con idéntica solvencia diferentes manifestaciones. Por un lado, el londinense blande su faceta intimista. Esa en la que se acompaña sólo de piano y genera anormales dosis de emoción, con embaucadora voz quebradiza que sugiere su inminente ruptura a cada instante y, sin embargo, continúa resonando poderosa tema tras tema, en un desarrollo etéreo y en ocasiones casi fantasmal.
En el extremo opuesto estarían aquellas preferencias que apuntan a la cultura de clubes de su ciudad y deriva en una electrónica más pura y acusada, de zapatilla y acelerón. De la sutileza de trazo fino envuelta cuidadosamente en elegancia al nervio, azote intenso y ardor palpable. Es la dualidad creativa latente en el autor, que sobre las tablas potencia su valor hacia el infinito destacándolo por encima de compañeros generacionales. Un argumento con destacadas como “Loading”, “Say What You Will”, “Mile High”, “Life Round Here”, “Voyeur”, “Tell Me”, “Retrograde” o ese un tsunami de título “The Wilhelm Scream” que arrasó con todo a modo de descomunal cierre.
Una selección de composiciones propias entreverada con versiones variopintas llevadas a terreno propio con naturalidad, del tipo de “The Limit to Your Love” de Feist, “Godspeed” de Frank Ocean, “A Case Of You· de Joni Mitchell, una inolvidable “No Surprises” de Radiohead, o “Never Dreamed You'd Leave In Summer” de Stevie Wonder ya en los bises. Un concierto de intensidades mutantes, exquisita y cuidadosamente medidas y definidas, intercambiadas una y otra vez a lo largo de cien minutos. Una maniobra que, por arte de (pura) magia, esquiva el caos y queda secuenciada sedosamente, mientras juegos de luces de apariencia sencilla resultan ser complemento ideal para las piezas y activan el radar multisensorial. Y es que James Blake voló a ras de suelo con la intención de contactar en vertical –mental y casi físicamente– con sus seguidores, antes de apuntar de nuevo hacia el cielo y retomar su camino con la misión cumplida.
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