El de Iron Maiden es un fenómeno difícil y a la vez sencillo de explicar. Son muchos los elementos contextuales aparentemente en contra: supuestas tendencias musicales en las antípodas de la propuesta de los británicos, inercias mediáticas a menudo demasiado autorreferenciales y una opinión general, al menos en nuestro país, tradicionalmente alérgica a todo lo que se acerque a la etiqueta heavy metal.
Frente a esa lista de agravios, afrontamos un nuevo sold out de Iron Maiden en Barcelona apenas un año después de su conquista del Estadi Olímpic Lluís Companys. Los motivos que compensan la balanza a favor del sexteto, desgranados ya en nuestra anterior crónica, siguen plenamente vigentes doce meses después. Y lo realmente destacable y sorprendente es que en el Sant Jordi la banda se mostró aún más enérgica y desafiante.
Al sonido, potente y nítido como pocas veces tenemos el placer de escuchar en recintos de estas dimensiones, se le sumó una entrega física propia de un grupo de treintañeros y una puesta en escena teatral marca de la casa que no rehuyó ninguno de sus gags escénicos: trucos previsibles, pero no por ello menos esperados y aplaudidos por la audiencia. Un circo visual, según se mire, pero nunca vacío, orquestado con sentido y siempre al servicio de un show en el que las protagonistas son siempre las canciones. Estas se repartieron entre su último “Senjutsu” (2021) y el clásico de 1986 “Somewhere in Time”. Casi cuatro décadas de distancia que se disiparon gracias a un viaje en el tiempo anunciado ya en el propio nombre de la actual gira, “The Future Past Tour”, con el que solaparon dos planos temporales, discográficos pero también vitales: adolescencia y madurez, veteranos y nuevas generaciones gritando y coreando al unísono.
Arrancaron con una impetuosa “Caught Somewhere in Time” que dejó claro su excepcional estado de forma; siguieron con “Stranger in a Strange Land”, con la primera aparición de Eddie de la noche, su tradicional zancudo, en esta ocasión con el aspecto del cazarrecompensas futurista de la portada del mencionado single, y alternaron piezas de ambos discos sin riesgo de provocar ninguna paradoja temporal: sonaron “The Writing on the Wall”, “Days of Future Past”, “The Time Machine”, “Death of the Celts”, precedida por un emotivo speech de Bruce Dickinson reivindicando la nación y la cultura catalanas, y, ya en los bises, “Hell on Earth”. Intercaladas, a modo de costura invisible, “The Prisoner”, una aplaudida “Can I Play With Madness” o las inevitables “Fear of the Dark”, convertida en insospechado himno para todos los públicos, “Iron Maiden” o “The Trooper”. Pero las más emotivas y celebradas de la noche correspondieron a su álbum ochentero futurista: “Heaven Can Wait”, una épica e inédita “Alexander the Great” y una “Wasted Years” como broche final que logró erizarnos el vello.
La sección rítmica de Steve Harris y Nicko McBrain avanzó en todo momento férrea, incólume, allanando el terreno a la tríada de guitarras de Murray, Gers y, en especial, Adrian Smith, pura magia. Y en el foco central de la función, un Dickinson, de nuevo, exultante y con una asombrosa combinación de destreza vocal, carisma y presencia escénica que llegó a todas las notas sin aparente esfuerzo y que no descansó ni entre canciones con sus bromas de refinado acento british. Tras sus dos últimas visitas, y por si alguien aún dudaba de ello, creo que podemos afirmar que estamos ante el mejor vocalista del heavy metal actual. O mejor dicho: pasado, presente y futuro. Reverencia.
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