Me perdonaréis la temprana auto referencia, soltada sin rubor y a bocajarro, pero servidor es de quienes siempre trata de quedarse con lo positivo de quienes le rodean y minimizar lo negativo. Y lo del multitudinario concierto de Indochine hace dos días en un abarrotado Saint Denis (97.000 almas) me resultó tan envidiable como emocionante. Envidiable porque se me hace difícil imaginar tal umbral de reverencia hacia cualquier banda (o músico) español que lleve cuatro décadas ininterrumpidas en activo. Sí, Vetusta Morla llenarán un Wanda Metropolitano, pero quién sabe si lo seguirán haciendo de aquí a tres décadas. Sí, Miguel Ríos celebró este año las cuarenta castañas de su legendaria gira "Rock & Ríos" (1982), pero lo hizo en recintos sensiblemente más reducidos y lejos del clamor transversal de aquel año de Mundial de fútbol y barrida electoral socialista.
Indochine, apenas conocidos en España (su última visita fue a la sala Apolo de Barcelona en 2015, un concierto “íntimo”, rezaba su prosa promocional, en un recinto con capacidad para 800 personas) pero estrellas masivas en su país – como en su momento lo fueron, indiscutiblemente, sin reservas y hasta el final de sus días, Henri Salvador o Johnny Halliday, este último despedido con honores de funeral de estado –, son algo más que una banda: un emblema, un símbolo, una institución nacional, un tótem intergeneracional. Muchas familias con sus hijos adolescentes pululaban por el Stade de France. Sesentones, boomers, millennials y críos.
Llamadme papanatas, acepto eso (y más, va en el sueldo), pero todo esto se me hace inimaginable en un país como el nuestro, en el que algunas de las frases más frecuentes siguen siendo “es un grupo de mi época”, “son una banda de los ochenta” o, directamente, “¿pero esos no se habían retirado ya?”. En el que parece que nadie tiene derecho a una carrera de largo recorrido sin verse sometido a la chanza o al ostracismo. La excepción cultural francesa no es un mito, es una realidad. Y a cualquier amigo que me hable razonablemente de chovinismo, yo le responderé siempre que para mí es autoestima. Y de lo envidiable a lo emocionante: había que tener la piel más dura que la de un cocodrilo para no sentir que el pelo se te erizaba cuando setenta músicos de la Guardia Republicana irrumpieron en el bis al ritmo de “Jai demandé à la lune”, una canción de 2002. Llevan tres años haciéndolo sobre los escenarios, pero para nosotros fue la primera. Lapidadme (si es no habéis tenido ganas aún), pero por unos segundos deseé que Napoleón nos hubiera conquistado hace dos siglos.
Porque lo de Indochine en el descorche de su gira de "40 aniversario (+ 2)", porque se tuvo que aplazar dos veces por lo que todos sabemos), más allá de las cifras de récord, de su escenario fastuoso, de su disposición en 360 grados y de esa pantalla circular de 45 metros – como si quisieran competir directamente con los montajes de U2 – fue la puesta en escena de un cancionero que apenas se resiente con el tiempo, pese a que Nicola Sirkis sea el único superviviente de su formación original. Casi tres horas de espectáculo que, como abstraídos por el más puro síndrome de Estocolmo, los periodistas españoles allí desplazados deseábamos que no terminara nunca, aunque que ninguno de nosotros hayamos seguido puntualmente lo pasos del quinteto galo, más allá de algún recopilatorio y algún álbum emblemático. Con momentos apabullantes como el vendaval de Christine (Christine & The Queens) en “3SEX”, la irrupción de la guitarrista Lou Sirkis (sobrina de Nicola e hija de su hermano Stéphane Sirkis, cuya prematura muerte en 1999 reformuló a la fuerza a Indochine) en “Dizzidence Politik” o esa sucesión de atropelladas imágenes del devenir sociopolítico de los últimos cuarenta años, vomitadas desde la pantalla a modo de inicio – tras el revitalizante e infeccioso pase de los británicos Coach Party, que vienen de la isla de Wight, como Wet Leg, y no de ningún poblado galo – , con pitada incluida para Trump, Putin y hasta para Macron (¿hablamos de patriotismo o de republicanismo consciente?), a cuya esposa debieron de pitarle los oídos en la tribuna de autoridades. Que ya nos soplaron que no se lo quiso perder.
Una noche inolvidable, de la que solo quedará el recurso al socorrido DVD (si es que lo editan) como forma de atrapar lo inaprensible, esos momentos de magia que son irrepetibles por su propia naturaleza, y que no deberían entender de barreras idiomáticas. Que les pregunten a sus miles de fans en Perú.
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