El caso de Idles es probablemente uno de los más extraños y fascinantes del rock reciente. Su popularidad ha ido creciendo exponencialmente, como evidencia su sold out de Barcelona en un recinto dos veces mayor que el de su anterior visita. Un logro atípico para una propuesta nada amable ni comercial, que ha logrado conectar con audiencias de lo más variado. Tan solo bastaba con echar un vistazo o aguzar el oído: camisetas de Social Distortion, conversaciones sobre Manel, parches de metal extremo. Los británicos atraen por igual a indies, punks y amantes de los sonidos más duros,en parte por la energía de sus directos, combinada con un carisma irrefrenable, canciones como puñetazos y una creciente sensibilidad armónica.Eso y también la etiqueta de “una de las bandas del momento”, imán para nuevos oyentes y un magnífico ejemplo de aquello de ensanchar la base.
Con una merecida fama de incendiarios forjada en extenuantes giras de clubes y otros tantos festivales, su primer tour en grandes recintos venía, sin embargo, acompañado de algunos interrogantes. El más importante de ellos, cómo afectaría al directo de los de Bristol la naturaleza de "TANGK”, un último disco más reposado y experimental en el que el quinteto abandona su zona de confort de la mano de Nigel Goodrich, colaborador habitual de Radiohead. Pues bien, la respuesta, al igual que los intentos de explicar el fenómeno Idles, resulta algo esquiva. Obviamente, ganamos en matices y colorido; necesarios balones de oxígeno entre el caos controlado y la catarsis colectiva. Para muestra, la dupla inicial: “Idea 01”, sustentada en un bucle de piano, puso notas y palabras a esa calma tensa que precede a la tormenta, en este caso, un torrencial llamado “Colossus” que conjugó crescendo confesional (“forgive me father, I have sinned”) y un estallido a lo “Lust For Life” con extra de testosterona.
Las señas de identidad del grupo estaban a salvo y el concierto avanzó entre la virulencia y lo poético, entre los coros hooliganescos y la sofisticación. “Gift Horse” se nos enganchó más que la cerveza a las suelas de las botas y Joe Talbot vociferó por primera vez aquello de “fuck the king”, verso repetido incontables veces a lo largo de la noche. Iracundo, comprometido y vulnerable, el frontman desempeñó con creces su rol y no titubeó en ningún momento, ya fuera para reivindicar el amor y la música contra las guerras y el fascismo, o gritando reiteradamente “Viva Palestina” con bandera incluida.
La sucesión de piezas tan rotundas como “Mr. Motivator”, “I’m Scum” o “The Wheel” convirtió en norma los pogos y el crowd surfing, con el guitarrista Lee Kiernan fundido con la sudorosa audiencia. Aunque el público respondió bien a los cambios de registro: bailó sin complejos al compás irresistible de las nuevas “Pop Pop Pop” y “Dancer”, algunas de sus composiciones más pegadizas. También cantó a pulmón los versos centrales de “Grace”, repetidos cual mantra (“no god, no king, I said, love is the thing, no crown, no ring, I said, love is the thing”). Aún así, la intensidad acabó imponiéndose en un desbocado tramo final marcado por “Never Fight A Man With A Perm” y las hímnicas “Danny Nedelko”, alegato a favor de la inmigración, y la antifascista “Rottweiler”.
Superado el vendaval, quedó en el aire cierta sensación de irregularidad, motivada no tanto por el encaje de sus nuevas canciones como por las dos horas de concierto, algo excesivas para un grupo que cuenta con la potencia y el vigor entre las mayores bazas de su directo. También una certeza: Idles atraviesan una metamorfosis artística de la que somos testigos afortunados. Será interesante ver hacia dónde los lleva esa ambición creativa que, sin duda, justifica su posición privilegiada en la cima del indie rock actual.
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