Un gran telón de fondo con el nombre de nuestro protagonista en letras gigantescas preside un escenario somero pero elegante, que se mantiene a la espera para acoger al nuevo fenómeno llegado de irlanda. Una isla que nos ha dado alegrías inmensas en forma de artistas que van del venerado Van Morrison a los más actuales Damien Rice o Glen Hansard. Todos ellos influidos por la tradición de la música popular que transpiran todos los irlandeses y que parecen haber mamado desde la misma cuna. Un ADN musical que impregna el primer tema que nos regala Andrew Hozier-Byrne ante un público expectante y entregado de antemano. Lo inicia primero él solo con su guitarra, entonando los primeros compases de “Like Real People Do”, para dejarse acompañar después por una banda más que solvente y por los inefables gorgoritos de dos coristas que embellecerán de épica gaélica los primeros pasos de un show impoluto. Una falta de mácula que, paradojas de la vida, será el principal lastre de su propuesta. Todo está demasiado medido; la improvisación brilla por su ausencia y ese barniz de elegancia mal entendida lo estadandariza todo hasta quitarle parte, no solo de su brillo, también de su alma. Y eso, cuando estamos hablando de soul-pop, es sin duda un problema. Menos mal que su cancionero tiene destellos en forma de grandes canciones como ese “Angel Of Small Death And The Codeine Scene” que nos regala a continuación o, de lo contrario, el aburrimiento acabaría por imponerse sobre la pericia compositiva del autor. Una habilidad para escribir canciones a la que se le nota un exceso de academia y una evidente falta de intuición que lo distinga. Y es precisamente ese proceso muy bien aprendido, el que dota a nuestro protagonista de una facilidad enorme para cambiar de registro, e impide que no podamos hablar de un solo Hozier.
Es evidente que casi existen tantos Hozier como canciones tiene su disco, y estas te pueden recordar a artistas de lo más diverso. De la Steve Miller Band (“Jackie & Wilson”) a Jackson Browne (“Someone New”), pasando incluso por el “Khasmir” de Led Zeppelin en “I Will Come Back”. Aunque la lista podría hacerse extensiva a Ben Harper, sin su profundidad negroide, o a Van Morrison sin su taciturna mala hostia a la hora de dejarse la piel. Un sudar las canciones, hacerlas tangibles casi carnales, que no acaba por materializarse ni en los mejores momentos de una actuación que encima se ve lastrada por una prescindible versión del “Blackbird” del disco blanco de los Beatles y una insulsa balada cantada a medias con su chelista (“In A Week”). Y así hasta que le toca el turno a una esperada “Take Me To Church” que marca el final de su actuación previa a los bises y que es interpretada con la misma falta de mácula que ha presidido un show que se pasa de políticamente correcto.
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