El festival madrileño Get Mad atrajo a un público multigeneracional, relajado y abierto de miras con su cartel heterogéneo formado en torno al rock, el punk y la psicodelia en sus diversas expresiones.
La tercera edición del peculiar festival urbano se celebró en cinco salas madrileñas, con la BUT como centro neurálgico. Una excusa perfecta para recuperar o descubrir a artistas muy diferentes a los que normalmente pueden verse en los grandes festivales, sin los agobios de las muchedumbres y las masificaciones, y con la posibilidad curiosa de recorrer el centro de la ciudad saltando de sala en sala con diferentes circuitos en función de los géneros: los (nostálgicos) cabezas de cartel en But, el garage-punk repartido entre Sol, Wurlitzer Ballrom y Boite (con bandas como Shannon And The Clams, La Luz, No Age o The Fresh & Onlys) y la sección metalera en Changó (PigsPigsPigsPigsPigsPigsPigs, Jardín De La Croix, Crippled Black Phoenix o Angelus Apátrida). Puntualidad británica en los horarios y la duración de los sets para empezar con buen pie el otoño. He aquí lo que dio de sí la cosa en la sala But.
The Kik tuvieron la ingrata tarea de abrir el evento en horario europeo. Uniformados y tan simpáticos como académicos, aunque con un puntito gamberro que les llevó a tocar tumbados en un par de momentos o con el teclista entre el público (lo nunca visto), son una buena muestra de lo aplicados que son en países fuera de la órbita anglosajona reproduciendo sonidos del pasado, en este caso, de Holanda (concretamente, Rotterdam) y los sesenta. Su deuda con los Beatles de la era Hamburgo es sustancial -como corroboró la versión final en holandés de Can´t Buy Me Love-, pero también tocaron viejos éxitos de su país, un poco de surf de Dick Dale, la mítica entrada de James Bond y hasta se atrevieron con una excelente relectura de Flamenco de Los Brincos, que calificaron como la mejor canción española de aquella década. Para terminar, versión de The Rembrandts (sí, la sintonía de Friends) y los Ramones (Blitzkrieg Bop), con las que dejaron encantada a la ya más nutrida parroquia.
PigsPigsPigsPigsPigsPigsPigs
Nos esperaba un grupo casi en las antípodas. Los anglo-germanos Art Brut no enchufaban sus instrumentos en un escenario desde hace cuatro años. Ni en Madrid, ni en ningún sitio. Y se notó que le tenían ganas al asunto. Su desaliñado rock iconoclasta con letras abiertamente sarcásticas prendió rápidamente, con una intro de AC/DC como declaración de intenciones. Riffs pétreos y marañas de guitarras sobre las que evolucionan los discursos de Eddie Argos, personaje carismático que sigue la tradición británica de heterodoxos destroyer del punk, el post-punk o el rock asilvestrado, y que por momentos, mientras se ponía el flequillo a un lado y a otro, recogía el testigo del inimitable y ya muy añorado Mark. E Smith, aunque bastante menos huraño y más cercano. Hasta se le entendía lo que contaba entre canción y canción. Los asistentes disfrutaron de lo lindo de hits de culto marca de la casa como My Little Brother y Emily Kane, y también de nuevos temas del que parece será su quinto disco. Estuvieron sólidos, por encima de un sonido algo confuso, y su set se terminó en un suspiro, lo cual sólo puede ser buena señal.
The Undertones
Le tocó el turno The Undertones, una de las grandes atracciones del evento. De un tiempo a esta parte vivimos la resurrección o vuelta a la carretera de grupos seminales de una era que se tiende a mitificar como dorada. Bandas que pueden estar dando sus últimas giras, porque el tiempo no perdona y el cuerpo da lo que da. Los de Derry, cinco chavales flipados de los Ramones en la convulsa Irlanda del Norte de finales de los setenta, tuvieron la suerte de que el irrepetible John Peel les pinchara en su momento, y escogiera Teenage Kicks como canción de su vida -en su lápida se puede leer Teenage dreams so hard to beat-. Han pasado cuarenta años, y uno no sabe qué esperar de unos señores tocando punk-pop con trazas glam de tres acordes, con letras sobre sueños adolescentes y chicas. Cuando irrumpieron sobre el escenario, mis prejuicios me llevaron a anticipar que íbamos a disfrutar de otra velada de entrañable nostalgia punk, al estilo de lo que ya había visto con otros compañeros de generación. Pero nada de eso: el repertorio se sucedió con la solidez de una roca y ni siquiera las tópicas poses rockeras de un descamisado y simpatiquísimo Paul McLoone, sustituto de Feargal Sharkley desde la vuelta a la actividad del grupo en el 99, arruinaron el asunto. Y es que, por encima de todo, los norirlandeses tienen canciones con gancho (Jimmy Jimmy, Here Comes The Summer, por supuesto, Teenage Kicks) con esos coros y estribillos que harían palidecer de envidia a Green Day, que aún son capaces de interpretar con un nervio envidiable. Su generosa descarga de adrenalina provocó frenéticos pogos en el centro de la sala y se despidieron tras doble bis y el cariño incondicional de los afortunados asistentes. Lección de tablas y carácter. ¿Será el porridge con whisky que desayunan? Los sueños de la adolescencia son indestructibles.
Ambientes hipnóticos
Si durante el primer día los estribillos pop y la energía punk mandaron, en el segundo lo hicieron los bucles hipnóticos y diferentes versiones de la psicodelia. Abrió la velada Spectrum, que no es otro que el ex Spacemen 3 Sonic Boom y un guitarrista. Puesta en escena hierática (ambos sentados): guitarras, bases discretas, detalles electrónicos, voz monocorde a cargo del propio Peter Kember, proyecciones alucinógenas sesenteras. Bueno, y largas canciones de dos o tres acordes cocidas a fuego lentísimo. Un poco el territorio de su "hermano mayor" Spiritualized (inevitable compararlos) pero en versión (mucho más) recogida y sin arreglos orquestales. El show, de acentuados y buscados efectos narcóticos, se elevó sobre todo en los momentos de blues espacial, y en un final con ritmo programado que, no obstante, alargaron bastante más de lo aconsejable. Todo tiene que tener su justa medida.
Melange
Los madrileños Melange son algo así como la respuesta local, con toques ibéricos, a la penúltima invasión de bandas psicodélicas británicas de espíritu retro de hace unos pocos años; en este caso, con un ramalazo progresivo acentuado, que en algunos temas coquetea con el tropicalismo e incluso el kraut. El quinteto demostró sobre las tablas que no es ninguna broma la interpretación que hace de los sonidos progresivos de 1970, y dejaron boquiabierto al personal con su pericia instrumental, las complejas estructuras de sus canciones, y su compenetración. Especialmente, cuando optan por involucrar al público más que ensimismarse, un peligro que siempre planea sobre todas las variantes de este estilo. Que en un mismo festival podamos disfrutar a la vez de ellos y The Undertones, paladines en su momento de la reacción cultural contra los tocones, quiere decir que nos hemos librado de ciertos prejuicios.
Curioso caso el de Luna, otro de los principales reclamos del festival. En los felices noventa se ganaron una fiel parroquia española -parte de la cual, a buen seguro estaba en una sala que, sin embargo, no se llenó-. Las malas lenguas dicen que, fundamentalmente, por la familiaridad del nombre en castellano -así somos por aquí, comparemos su relativo éxito con el de la banda seminal de culto de la que procedía Dean Wareham, Galaxie 500-. Sea o no cierta esa maliciosa teoría, se consagraron a mediados de la década con un muy buen disco (Penthouse) que no superaron en entregas decisivas, aunque nunca les faltaron canciones bien hechas, sin alardes, siempre con referencias cultas (Velvet Underground, Lou Reed, Television…). Tras una década en barbecho, volvieron en 2015 sin hacer mucho ruido, y el año pasado lanzaron doble disco de versiones e instrumentales. En su segunda visita a Madrid en poco tiempo, último concierto de esta gira, se les vio en forma y rodados, cómodos en su pop atemporal y disfrutando de su inesperada resurrección.
Luna
Los neoyorquinos comandados por el cada vez más circunspecto Wareham ofrecieron, como no podía ser de otra manera, un grandes éxitos concentrado, arrancando con el bajo infeccioso de Malibu Love Nest, de Rendevouz, el disco con el que se despidieron en 2005. Sideshow by the Seashore, con su inconfundible riff de guitarra, Bobby Peru y otras gemas de su cancionero, brillaron con más elegancia que contundencia. Tanta, que algunos tuvimos que avanzar hacia el escenario para ahorrarnos el ruido en la oreja de los habituales conversadores de festival. Hubo momentos de trance eléctrico cuando las guitarras cristalinas de Wareham y de Sean Eden, que exprime su Jazzmaster con un gusto fabuloso, se desataban y alternaban, dando rienda suelta a bucles instrumentales de los que uno no quería salir. Sucedió, sobre todo, con Friendly Advice, 23 Minutes in Brussels y la magnífica Indian Summer. No escatimaron alguna delicatessen, como su celebrada relectura de Bonnie and Clyde, de Serge Gainsbourg y Brigitte Bardot, con la que la bajista Britta Phillips -impecable su trabajo, pese a ciertos problemillas técnicos que sufrió- tuvo su momento de gloria, mientras Eden (y parte del público) clavaban uno de los coros más absurdos de la Historia del pop mundial. El show se me hizo también corto. Habrá que ver si deciden seguir en la brecha y en qué dirección. El cariño que recibieron de su público en Madrid podría ayudarles a decidir.
Ni Penthouse es el debut de Luna ni tocaron Bobby Peru en Madrid...