Considerado como un “músico de músicos”, de esos cuyo nombre evoca más a otros colegas de profesión –por ahí andaban Quique González e Iván Ferreiro– que a las masas, Joe Henry se presentó en el Teatro Lara elegantemente desnudo. A pesar de lo que se podía prever, renunció al piano e interpretó quince canciones de su amplísimo repertorio –¡trece discos ya!– alternando dos guitarras acústicas. A pelo, tirando de un micrófono para la voz y otro para el instrumento, se oía todo, hasta la respiración de la madera; “Las guitarras son seres vivos, no muy diferentes de vosotros”, llegó a decir el de Charlotte.
Iba a arrancar el tercer tema y entró en escena el elemento que desequilibró la que parecía una noche perfecta degustando en su mínima expresión la canción como obra de artesanía. Un músico veinteañero había venido para hacer sus prácticas en este concierto. Soplando el saxofón con Ornette Coleman en mente pero demasiado miedo en los labios, Levon Henry –sí, era el hijo de Joe por si quedaban dudas– fue llenando huecos con juegos florales jazzies. No fue tan trágico como le pareció a algún asistente –“vaya cagada”, se oyó desde el patio tras un solo frustrado–, pero tampoco aportó nada. Mejor apuntando con el clarinete que soleando bajito con el saxo, con cada nueva aparición de este invitado uno deseaba que Henry hubiera recurrido al piano para hacer más variadito el recital en vez de a tan atribulado instrumentista.
Lo que quedó, al margen de esta anécdota, fue la excelencia de un compositor plenamente consciente de la tradición a la que pertenece, entre los grandes escritores de canciones norteamericanos, de Cole Porter a James Taylor, y la profunda personalidad de un intérprete capaz de invocar a la vez las voces más pantanosas y sin embargo filtrar algo de luz entre tanta densidad; algo así como si Elvis Costello hubiera nacido en el lugar que el inglés desearía.
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