Hemos hablado mucho y en profundidad sobre los cambios estilísticos en los que han estado trabajando los barceloneses durante los últimos dos años. “De ti sin mí, De mí sin ti” (Warner, 13) nos descubrió hace apenas un suspiro que Oscar D’Aniello y Helena Miquel no eran unos conformistas y que eran conscientes de la necesidad de dar un quiebro de cintura y dirigir su brújula musical hacia nuevos terrenos sin perder el norte. Pero una cosa es el estudio y una bien distinta el directo. ¿Iban a encajar sus nuevos cortes dentro de unos conciertos a los que ya estábamos muy acostumbrados? ¿Aceptaría su público menos elitista esa amalgama de guitarras, baterías reverberantes y tal y tal? Pues la respuesta a todas esas preguntas es sí. No un sí rotundísimo e inamovible, pero por lo menos un sí poco titubeante. Delafé y las Flores Azules no han mutado, sobre el escenario, en La Bien Querida, aunque por momentos se acerquen en las formas. Lo que hicieron ayer Delafé y las Flores Azules es demostrar que existe un camino hacia adelante en el cargar las tintas: combinar su pop rapeado con indie, enlazar las guitarras y la batería con las bases electrónicas, dar mayor protagonismo a la Helena cantante mientras D’Aniello se encarga de parte de las baterías y no renunciar a lo que han sido y han representado hasta hoy día.
Si no estuvieron allí podría parecerles extraño que ambas caras de Delafé y las Flores Azules encajen con la facilidad de la que les estoy hablando, pero esa es la impresión que retengo esta mañana. Reconozco que siempre he sido fan de sus primeros conciertos, aquellos de sobredimensionada exaltación de la alegría y el positivismo en los que globos, confetti y corazoncitos nos hacían sentir entre felices y bobalicones, pero la formación que ayer vimos sobre el escenario funcionó, por primera vez desde que Marc Barrachina abandonó el grupo, como el grupo merece. Dani Acedo camuflado tras sus gafas oscuras y su gorra, dándole a los pregrabados, los sintetizadores y el bajo, un batería (el ex Fundación Tony Manero Ramón Rabinat) y un guitarra (Victor Valiente, Standstill), y al frente una Helena Miguel que ha dejado atrás aquella torpeza y vergüenzas iniciales para soltarse (al principio incluso demasiado) y un D’Aniello que saltó al escenario con ganas de mostrarse rabioso.
Es cierto que los primeros dos temas sonaron más bien mal (o que “Copatropadiscokeshimonasteterfimasterdial” fue un poco estropicio), pero a los pocos minutos de concierto la banda mostraba ya su mejor cara. D’Aniello saltaba y rapeaba como si buscase hacernos pensar “eh, amigos, olvidaos del buen rollo, hoy habrá mala leche”. Y, claro, eso gustó, y funcionó. Por eso, entre aturdido y contagiado, el público fue sumándose a los nuevos Delafé y las Flores Azules hasta explotar en exaltación cuando sonaron –ahora sí- los clásicos de la banda, verdaderas gemas de pop que continúan funcionando adaptadas al nuevo formato de grupo. Hubo vítores, claro, estribillos coreados por todo bicho viviente y gritos de adhesión cuando D’Aniello bromeó en catalán mientras la banda improvisaba o cuando se pronunció contra la subida del IVA.
No fue una actuación descomunal, no deslumbraron, quizás ni siquiera convencieron a sus detractores (si es que aun hay alguno que se pase por sus conciertos con ganas de jarana), pero Delafé y las Flores Azules ayer, jugando en casa, nos contagiaron por partida doble de una cosa que en estos tiempos nunca sobra: esperanza. Esperanza al escuchar unas letras con mucha verdad (tanto las más cándidas como las más oscuras) que D’Aniello sentía en la garganta (limitada quizás, sí, pero sincera) y esperanza al descubrir que el salto con pirueta de resultados desiguales que es “De ti sin mi, de mí sin ti” no ha acabado con Delafé y las Flores Azules, sino que les ha hecho más fuertes. La vida es así. Y si la música es vida, no cabía otra salida.
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