¿Se puede ser rockero sin melena? ¿Se pueda incitar al baile con algo que vaya más allá de un bombo marcado? ¿Se puede tocar como un clásico sin llegar a la treintena? Y, sobretodo, ¿se puede ser un festival sin generar aglomeraciones? Todas estas preguntas encontraron respuesta en las tres jornadas que el Cruïlla (novena edición) ocupó el Fórum de Barcelona. El festival, heredero del Cruïlla que en 2005 dio el pistoletazo en Mataró, dispuso un año más un recinto a escala humana —con apenas demora de diez minutos entre los escenarios más alejados— en un ambiente sostenible (lástima de los vasos de plástico), sin colas ni excesivas masificaciones.
Viernes 7 de julio de 2016
El festival, con una presencia destacada de bandas nacionales de acceso al gran público, sigue buscando el difícil equilibrio entre la verbena y las guitarras. En el caso del viernes la progresión hacia el baile sería progresiva. A excepción del espectáculo de Esperanza Spalding, a partir de funk, jazz y golpes de bajo —y todavía con mucha luz como para que el respetable perdiera los estribos—, la noche la dominaría el rock.
El primer baño de masas se lo daría Damien Rice, que volvía por segunda vez a Barcelona en poco más de un año y, al igual que hiciera en su anterior visita en el Primavera Sound de 2015, repetía el mismo concepto de actuación, lanzándose él solo a interpretar su emocionante repertorio, valiéndose de una buena pedalera de efectos que le proporcionaban más reverb que la obtenida en la sala vacía de una Catedral. De esa guisa sustituye los impactantes arreglos de cuerda de sus discos y mantiene las estructuras de sus canciones desnudas, dejando que sea el calado emocional de temas como "Cannonball" o "9 Crimes" los que hagan el resto.
Lástima que esta vez la propuesta no sorprendiera e incluso el murmullo de las constantes conversaciones del público acabara resultando molesto, tanto para los que deseábamos disfrutar de su actuación, como para el propio músico que comentó que la próxima vez sería mejor actuar en un teatro. Ojalá mantenga su palabra y, puestos a elegir, se deje de racanerías y nos regale una actuación con todos los elementos que le dan a su música esa dimensión espectral que tanto nos gusta, e incluya no solo los arreglos de cuerda, sino también se deje acompañar por una voz femenina que aporte ese contrapunto tan especial a la suya y que tan bien le sienta a sus composiciones. Mientras eso llega, nos conformaremos con disfrutar una vez más del crescendo a base de overdubs en "It Takes a Lot To Know A Man", aunque esta vez se pasara algo de frenada y el resultado final no fuera tan redondo y brillante como en el Primavera.
El escenario TimeOut, el más alejado, abriría fuego en cambio con Adrià Puntí y su rock sedado: el ex-Umpah Pah balbucea sus letras, se mueve pasivo con la guitarra a hombros... Pese a que pide al público, prestado (muchas camisetas de Bunbury), que se entregue a sus desarrollos. “Esto es como una costillada”, dice quejicoso unos de los asistentes, de pelo rizado y camiseta abierta hasta el ombligo. La sensación sería muy diferente con otro de los rockeros del día, y compañero de batallitas del mismo Puntí hace unos años: Bunbury hace tiempo que renunció a la melena, pero el gesto de rockero lo conserva hasta la última pose.
Las casi 22.000 personas que anduvieron por el recinto del Fórum el viernes, paseando entre stands de ONG’s y comercio sostenible, se agolparon sin excepción para ver al ex-Héroes del Silencio. Porque Bunbury no es, como buena estrella del rock, celoso de su material: ¿A qué venían sino sus seguidores? ¿A disfrutar de sus incursiones blues? Puede que también, pero sobretodo se acercaron al Cruïlla a corear “Maldito duende” y similares. Sólo él dominaría con tanta soltura el escenario Stubhub; como mucho, mérito compartido con Vetusta Morla, la otra banda nacional por la que los fans pagarían el abono al doble del precio. Diez minutos antes del inicio del concierto de los madrileños, un grupito empezó a tararear con tanto ahínco “Sálvese quien pueda” que, al minuto, el ambiente era de final de Eurocopa: “Lo, lo, lo, lo, lo”.
La dupla de épica y baile formada por Crystal Fighters, conversos y reafirmados en el prototipo de lo que un grupo debe hacer para ser llamado por un festival en el siglo XXI, y Vetusta Morla (tocarían seguidos) dejaría al resto de escenarios algo huérfanos de público. Por ejemplo, Ramon Mirabet recuperaría algo de hinchada sólo cuando afloraron sus canciones más pop para dejar de lado los arreglos a lo New Orleans que una portentosa orquesta —músicos para la ocasión— le procuró.
La noche empezaría a cambiar de tercio a partir de los berlineses Seeed. Como ya pasara con Esperanza Spalding al inicio de la tarde, el groove se impondría al espectáculo de festival puro y duro (uno piensa, de nuevo, en Crystal Fighters): unos percusionistas sobre el escenario, haciendo pasos de baile para iniciados y tocando un tambor, incitan al público a sumarse a una fiesta que sólo un fallo eléctrico podría frenar. ¿Puede una banda teutona hacerte perder la cabeza con algo que no sea techno y presión? Dancehall, reggae o dub: 17 músicos. Se dice pronto.
Menos orgánicos que los alemanes, pero con casi las mismas ganas por la fusión, se presentarían los valencianos Zoo. Emparentados con la misma fidelidad con Orxata Sound System o La Gossa Sorda, sus letras se han convertido en un canto al compromiso y la inquietud: “Estiu” se coreó con la alegría de las canciones que se tornan generacionales. Y, si de algo generacional andaba la cosa, y a la vista de las ganas que les tenía la Barcelona tropical, Bomba Estéreo resolverían el bolo bien rápido: mucho bombo en el panzote de baile incesante de los colombianos. Entregados al EDM, Bomba Estéreo se mueven a la perfección por las aguas que el Cruïlla pregona: entre la música de raíz y el guiño —electrónico, en su caso— de vanguardia. “Esto sí es verano”, lanzó a los cuatro vientos un chaval ataviado con camisa de palmeras tras “Fuego”. Poco más se le puede pedir a un festival por estas fechas: buen rollo y entretenimiento. Fair play.
Tras la descarga de Bomba Estéreo la única opción era mantenerlo arriba, y el testigo pasaba a Rudimental. No les costó mucho. Un directo potente en el que no se echa en falta su nómina de colaboradores estrella y un repertorio -un poco monótono a veces, eso sí- que demuestra la buena mano que tienen para facturar melodías. Honestamente es una alegría ver que no se repiten los esquemas de otros festivales donde parece haber un muro invisible, a cierta hora de la madrugada, antes del cual no existe la electrónica pero justo después solo se programan Dj sets, como si no existieran más propuestas dentro del género en lo que a formato y puesta en escena se refiere.
Sábado 8 de julio de 2016
América ha proporcionado en muchas de las ediciones del Cruïlla parte de lo mejor del cartel: Kendrick Lamar firmaría el año pasado, sin ir más lejos, una de las actuaciones destacadas del festival en 2015. Qué decir del peso de las músicas del sur del continente americano en los últimos años; para muestra la presente edición, con Bomba Estéreo cerrando el viernes poniéndolo todo patas arriba a base de cumbia. Sea como sea, ninguna otra edición había proporcionado una resaca yankee tan pronunciada. El sábado tendría un nombre propio incuestionable: Alabama Shakes.
Como ya pasara con Bunbury, en el mismo escenario además, las 19.000 personas que asistieron la segunda jornada del festival, dejarían corto el Stubhub para recibir la paliza de sofisticación y versatilidad que supone el directo del cuarteto de Athens. Soul, blues, southern rock. Aunque poco importan las categorías: Alabama Shakes no sorprenden sólo por sus canciones y rodeos estilísticos, sino por su actitud. La actitud de su frontwoman. Brittany Howard, de sólo 28 años, sería capaz de llevarnos al suicidio colectivo con sus arreones blues y su forma de proyectarse: una predicadora inabarcable, que bien podría esperarte en un porche, con una espiga en la boca y un rifle cargado a su lado. Un rifle llamado “Sound & Color” (15). Sin vacilar.
Otro que no dejaría títere con cabeza sería Robert Plant (en la foto) que, a diferencia de Brittany Howard y sus Alabama Shakes, no tiró por la vertiente más cruda, veraz y tosca del blues, sino que apoyado por unos The Sensational Space Shifters que se las saben muy largas, nos mostró su cara más sofisticada, salpicada además por esa tendencia a introducir sonidos de todos los rincones del planeta de una forma inflamada en exceso. Una tendencia que los fans de Led Zeppelin deben perdonar a regañadientes, mientras disfrutan de las aportaciones de temas como "Black Dog", "Going To California" y una "Rock and Roll" dispuesta de forma sabia al final de su actuación para dejarnos a todos con un excelente sabor de boca.
Les tocó el gordo a Egon Soda: coincidir con Robert Plant, una doble desgracia para los barceloneses. Por un lado, cabían elefantes entre el público. Por el otro, y como comentaban compañeros de la prensa, igual ellos mismo hubiesen sido los primeros interesados en ver a la leyenda de West Bromwich. Fuera como fuere, disimuló bien el cuarteto: “Dadnos precipicios” (15) casó bien con los apartados más volcánicos de la banda; dígase “Nueva internacional”, ya al final del show.
En el mismo momento en que el concierto de Plant llevaba media hora y alguna que otra versión de Led Zeppelin despachada empezaban a sonar vientos por el tercer escenario. Una larga introducción, solo tras solo, tras la que saldría un Fermin Muguruza más trajeado que de costumbre y tan enérgico como siempre. La suya sobresalió como una de las propuestas más originales e interesantes fuera del espectro pop/rock del cartel, y funcionó de lujo tanto arriba como debajo del escenario. De hecho dejaría de haber arriba y abajo cuando, al final del concierto, bajaron a seguir tocando entre la gente tal y como hicieran dos días antes desfilando por las calles del Gòtic barcelonés.
Como era de esperar el repertorio se centró en “Nola?” (15)”, llevándolo al directo con la misma formación instrumental: guitarra, bajo, batería, percusiones, saxo, tuba, trombón, teclado y dos trompetas. A ellos se sumaba una Chrishira Perrier que por momentos voló muy alto robándole el protagonismo al propio Fermin, y que sería la tercera mujer negra en mostrar un poderío vocal fuera de lo habitual esa noche junto a Brittany Howard (Alabama Shakes) y Skin (Skunk Anansie). El resto es fácil de imaginar: por parte de la banda un sonido más directo y contundente que en estudio e interpretaciones que dejaban lugar a la improvisación, sin dejar de lado el compromiso político tan inquebrantable como vigente que siempre ha demostrado Muguruza. Especial mención merece que recordara la reciente -y absolutamente vergonzosa- reapertura del CIE de Barcelona por parte del Ministerio del Interior y que no dejara fuera "Yalla, Yalla, Ramallah”, que cantó con Ana Tijoux como vocalista invitada. El concierto iría subiendo en intensidad hasta un final apoteósico con “Dub Manifest”, “Killing In The Name Of” y “Sarri Sarri”, dejando para el arrastre a más de uno y culminando con ese final entre el público. Y es que, charangas mediante, no estamos tan lejos de New Orleans.
Alabama Shakes y Robert Plant aprovecharían, en cierta medida, el buen trabajo de aquellos que se dedicaron a plantar el césped para que se jugaran los grandes partidos: Xoel López, con banda para la ocasión, repasó de nuevo “Atlántico” (12) y “Paramales” (15), vestiéndolos de toques africanistas hacia el final. Dejó sonrisas entre el público. Las mismas que provocaría, algo más burlón y aguerrido, el brasileño Emicida. Leandro Roque de Oliveira, pondría a Brasil en el mapa del rap pese a las barreras del idioma y el sol castigador que azotaba el escenario. La gente se meneó y él llenó el hueco de rimas en una edición algo vacía de dicho estilo.
A Love Of Lesbian se les veía muy motivados por eso de tocar en casa en un escenario de altura y ser profeta en tu tierra. Y lo cierto es que realizaron un show a la altura de cualquier banda grande que se precie, con unos excelentes visuales y un set list que no puede obviar temas masivos como "Club de Fans de John Boy" o festivos como "Algunas Plantas". Es verdad que su último disco no ha acabado de calar de la misma forma que los anteriores, pero eso no significa que temas como "Bajo el volcán", "El yin y el yen" o "Planeador" no participen de su particular fiesta y mantengan el pulso. Otra cosa es que cierta sobreexposición les obligue en el futuro a un descanso, para analizar de forma pausada y tranquila por dónde seguir sin mostrarse agotados, y renovar su propuesta sin perder el fuerte componente personal de su música.
El primer concierto relativamente multitudinario corría a cargo de Snarky Puppy. Si la apuesta por Esperanza Spalding del día anterior había resultado un poco descafeinada la otra gran apuesta del jazz -del jazz más expansivo y heterogéneo- hizo todo lo contrario, poniendo a la gente a bailar desde el primer minuto. De lo mejor del festival en cuanto a sonido, cuantitativa y cualitativamente, el colectivo desplegó una mirada al jazz fusión que justifica su presencia fuera de los festivales de jazz por los que han desfilado otros años (de hecho este año repiten en el Heineken Jazzaldia, donde ya estuvieron en 2014). Una música en muchos momentos bailable y llena de groove, con mucha infuencia del funk y -muy importante en estos casos- accesible para todo tipo de público. Todo ello sin renunciar a desarrollos armónicos y tímbricos complejos y a una técnica depurada hasta el extremo.
Poco después, batalla por la nostalgia noventera. Y con diferente resultado. Coincidieron en el tiempo las actuaciones de 091 y James, igual que coincidieron los días de vino y rosas de ambas bandas. Pero mientras los granadinos sacaban pecho repasando clásicos como “El baile de la desesperación” (91) y estirando, con amplia acogida del público, su legado a base de sincronía y rodaje, a James se les vería más estancos. La poca agilidad de los chicos de Tim Both provocó que las redes sociales los catalogaron como “oldchester”, burlándose del estilo que les coronó. Al final, un ejercicio de karaoke sombrío. Both eso sí, se mostró feliz por estar en la ciudad: igual huele que las oportunidades van a escasear en el futuro.
Poco después, Animal se emplearían ante padres (en la grada) y niños (en la pista). No sólo los mayores los maldijeron por salir a escena a la 1:30h: fórmula resabida, hermana bastarda de La Pegatina o Txarango. El festival iba de bajada. Aún así hubo tiempo de disfrutar de la rapera Ana Tijoux; bien, de la segunda parte de su show, que titubeó de inicio por una banda demasiado desconjuntada. “¡Por todos los compañeros en resistencia! Para todos los sin papeles”, se despidió la francesa afincada en Chile sobre el CIE de Barcelona, con la presencia de Amparo Sánchez y Fermín Muguruza sobre el escenario.
Menos explícitos pero igualmente políticos, Skunk Anansie parecían sobre el papel un poco fuera de lugar, pero hay que reconocer que sorprendió la buena respuesta que encontraron en el público. Especialmente si tenemos en cuenta que sus últimos discos no son para tirar cohetes y el sonido, además de ser bastante plano en directo, no ha envejecido muy bien. Pero claro, poco importa cuando tienes a Skin dando saltos y lanzándose al público a los diez minutos de empezar. Un animal escénico que carga sobre sus hombros todo el peso del concierto y demuestra una energía ingotable que también corresponde en lo vocal, aunque esta vez tardó un poco en calentar y empezar a sacar lo mejor de sí. Los temas, fueran sus clásicos de los 90 o los singles de su último disco, funcionaban igual de bien bajo el escenario, algo fácil de entender cuando era el primer acercamiento a la banda para muchos que pasaron por allí por pura curiosidad y se quedaron hasta el final. También fueron los encargados de cumplir la cuota y hacer la mención de turno al Brexit -“ya no somos una banda inglesa”- con dedicatoria incluida para “los fascistas de Nigel Farage, Marine Le Pen y Donald Trump”.
Domingo 9 de julio de 2016
No vi lo suficiente de Elefantes para poder decir algo razonablemente fundamentado, pero a juzgar por el número de camisetas suyas que circulaban por el recinto mal está claro que no les fue mal. Tras ellos eran Calexico los encargados de poner punto y final a esta edición del Cruïlla, y lo hicieron con el mismo espíritu que ha recorrido todo el festival. Con el buen rollo y el ambiente de fiesta mayor -y familiar, solo había que ver cómo se lo estaban pasando los niños por las filas de atrás- como denominador común. No puedo evitar, y me gustaría, que me invada la sensación de que Calexico son tan profesionales en lo suyo que cuando se salen del guión del rock fronterizo y se van hacia Sudamérica les falta cierta chispa y dejarse llevar un poco más. Pero poco tardó el calor del público en solucionar esa carencia, y cualquiera que presenciara esa versión de “El cuarto de Tula” -con guiño al “Desaparecido” de Manu Chao incluido- al final del concierto lo puede atestiguar. Sí, no dejan de ser un grupo de rock, pero uno con la amplitud de miras suficiente para huir de convencionalismos y difuminar barreras entre géneros y entre tradiciones musicales. Con un pie en esa resaca yankee y otro en Latinoamérica. La peor pesadilla de Donald Trump, vamos.
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