Contra la tormenta… ¡CandELA!
ConciertosDalecandela Fest

Contra la tormenta… ¡CandELA!

9 / 10
Kepa Arbizu — 25-09-2024
Fecha — 20 septiembre, 2024
Fotografía — David Mars

Casi tan bonito como el enclave donde se celebra el festival DalecandELA, situado en el bucólico paraje propiciado por el Puerto Viejo de Getxo, resulta la pretensión -más allá de la estrictamente musical- que acoge, que no es otra que sensibilizar, dar voz, y por supuesto la recaudación para enfrentarse a una enfermedad, el ELA, cada vez más empeñada en encaramarse con paso trágico hasta los titulares. Unas aspiración, tan encomiable como necesaria, que para esta edición se ha respaldado de un cartel que, sin desmerecer las propuestas llegadas desde nuestras fronteras, ha agrandado exponencialmente las aportaciones provenientes desde diversos lugares del mapa. Un listado de bandas que no sólo esquiva manidos nombres demasiado habituales en este tipo de citas, sino que construye toda una “línea editorial” perfectamente nivelada y congruente, un mérito menos usual de lo deseable, que tiene al rock clásico como inspiración principal.

Bajo esa premisa la jornada inaugural del viernes tuvo como apertura a una de las múltiples encarnaciones del siempre inquieto Daniel Merino, La Costa Oeste, que haciendo buena su nomenclatura se trata de una formación que recoge e interpreta el legado de Crosby, Stills, Nash & Youn. Lejos de expresarse como una de esas inanes bandas tributo, lo suyo es un talentoso y emotivo homenaje al concepto armónico y coral del mítico grupo. Ritmos elaborados durante una época y por unos autores que significan el ejemplo más depurado de la grandeza que late en unos sonidos de raíces que el trío trasladó con especial tacto y sensibilidad, características que se reunieron en toda su envergadura para regalarnos una “Find the Cost of Freedom” que cerró una actuación que al mismo tiempo abrió las puertas de una nostalgia embebida de belleza.

Sin solución de continuidad, y no sólo en lo que concierne al espacio temporal sino al genérico, The Hanging Stars mantuvieron la atmósfera desplegada por sus predecesores, ya que la banda homenajeada por el combo local pasa por ser una de las referencias capitales para estos londinenses Un sonido de ánimo luminoso, aunque bajo un espíritu brumoso, que parecía confabularse como dique contra una lluvia ansiosa por sentirse protagonista, como a la postre así sería. Con ecos a Big Star, cernidos sobre “Ava” o “Happiness Is aBird”; compartiendo pasión por el delicado pop de The Jayhawks en “Sweet light” o desplegando su irrenunciable acento “british”, tendiendo puentes con sus compatriotas, Ocean Colour Scene, a través de “(I’ve Seen) The Summer In Her Eyes” configuraron todo un sutil y elogioso ejercicio de hipnosis colectiva que aprovechó los primeros relámpagos y rollizas gotas de agua para entonar a modo de despedida su propia tormenta en forma de psicodelia y electricidad.

Ya sin ningún tipo de disimulo por parte del aguacero, Cordovas, fieles a lo que es ya una tradición a la hora de escoger uno de sus múltiples matices para personalizar cada actuación, aceptó mantener el dibujo delineado por los británicos para, pese a un inicio sigiloso, con la emocionante “Josephine”, regada de soul, ceder a un envolvente y elegante groove, el mismo que transmite su cantante y bajista, la batuta rectora de su repertorio. Un trayecto que contó como denominador común con una sugerente aleación entre la psicodelia y el funk capaz de convivir con retazos de aspiración sureña, elementos que definirían los caminos escogidos por “High Feeling” o “Destiny”. Lo que parecía una concesión en busca de una complicidad idiomática, derivada de la interpretación de “Oye cómo va”, con escala en las maneras de Carlos Santana, o ese arrebato final en forma de la popular ranchera “El rey”, demostró que cuando una banda está sumergida en estado de gracia, y ese parece ser el hábitat natural de esta formación, todo lo que hace alcanza un sentido y una finalidad.

Leer el nombre de Luke Winslow-King, al margen del interés que irradia su propia carrera, en los carteles significa desde hace un tiempo saber que su presencia vendrá flanqueada por su ya inseparable guitarrista italiano, Roberto Luti, quien al margen de ejercer como soporte de lujo se ha erigido en una pieza clave a la hora de cincelar ese sonido blues-rock que ha adoptado en los últimos tiempos el estadounidense, lejos del jazz-swing que marcó su alumbramiento. Pese a un comienzo meloso que podría inducir a pensar en otra deriva, su actuación fue encaminándose con estiloso pero contundente paso hacia vetustos ritmos, invocando por igual a Muddy Waters, Hound Dog Taylor o la escena Hill Country por medio de piezas como “Everywhere You Go There You Are”, “Ave (Steel Rail Angel)”, mientras el imponente boogie “Peaches” llamaba a la puerta de John Lee Hooker. Un despliegue de calidad instrumental y genuino arraigo por dichos ambientes que precipitó un epílogo, “Swing That Thing”, con el que alimentar el baile y lograr esa adorable ficción que es la música, haciéndonos creer firmemente que desde la costa vasca conseguíamos otear el Mississippi.

Quizás las promesas se hacen con el convencimiento de que serán rotas cuando la ocasión lo merezca, por eso cuando Still River decidió hace tres años hacer en exclusividad un show recreando el mítico disco de Allman Brothers, “At Fillmore East”, la oferta por parte del festival par retomar aquella idea ha sido aceptada por Dan Cabanela y los suyos. Una misión que, pese a que ya habíamos comprobado en el pasado su desenvuelta aptitud para ser sacada adelante con nota muy alta, no por ello dejaba de seguir teniendo el mismo mérito. Un viaje a la historia de la música que, manteniendo el concepto del denso álbum, salió de una estación decorada con blues clásico ("Statesboro Blues") para dirigirse a espacios donde el funk se reprodujo libremente o se dejó seducir por los devaneos que lindan con el jazz o incluso el rock progresivo. Todo un despliegue instrumental que la banda vasca afrontó engalanada con coros femeninos y sin obviar la necesidad de usar dos baterías, dada la complejidad del repertorio original, con el que conceder más apresto a los temas. El resultado fue una adaptación de aquel listado de canciones tan respetuosa como fruto de la representativa marca personal del grupo, que decidió refrendar su identidad finalizando con una composición propia, “Death Valley”, un reclamo para confirmar lo expresado sobre las tablas, y es que no hay mejor forma de rendir pleitesía a los clásicos que hacerlo respetando y apuntalando el punto de vista particular.

Todo final de fiesta aspira a que la bajada del telón se haga en paralelo a la sonrisa de un público que anhele de inmediato la emoción de lo vivido. Contar con Burning para tal menester es un valor seguro y fuertemente avalado, más allá de por sus años de carrera, por cada una de sus presencias sobre los escenarios, a las que sin duda habrá que añadir la ofrecida en el Puerto Viejo de Getxo, otra vez más servida en ese viejo pero inmortal rock and roll que además se embota bajo el identificativo sello de quienes conquistaron desde el barrio de La Elipa las pasiones musicales de diversas generaciones. La configuración de la banda rápidamente cobró sentido al permitir que sus dos centros de percusión hicieran germinar brotes latinos en la naturaleza callejera de “Todo a cien” al misto tiempo que la figura del saxofón a veces zumbara propiciando la agitación demandada por “Baila mientras puedas” o desplegara un halo de melancolía sobre “Correrir conmigo”. Un pellizco sentimental que todavía se sintió más agudo en “Como un huracán” o con el medio tiempo “Tú y yo”, escenario para la tragedia que en ocasiones supone la aparición de una indeseable luz solar.

Al igual que los Stones cuentan con sus propios riffs de “(I Can't Get No) Satisfaction” o “Jumpin' Jack Flash" instalados en la historia de la música, de la inspiración de esta banda madrileña nacieron igualmente acordes y sensaciones que a los pocos segundos de su reproducción resultan fácilmente reconocibles y capacitadas para ser acogidas entre ovaciones. Ese fue el transcurso de los acontecimientos cuando sonó el piano de “Esto es un atraco”, un relato contado desde filo del abismo; el estribillo de una “Mueve tus caderas” que nos insistía en que los domingos, o los viernes, se hicieron para bailar o la recreación de esas eternas miradas furtivas escondidas en la nocturnidad que recoge “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?”. Johnny Cifuentes, tras el torrente de nostalgia que sacude “Una noche sin ti” se despidió definiéndose como un superviviente que apuesta por el largo recorrido. Un rasgo que igualmente adjudicó a todos aquellos que padecen el ELA, al fin y al cabo también destinatarios indirectos de un repertorio dispuesto a encumbrar, con su desgarrado romanticismo, a quienes su empeño por desacreditar a un lúgubre destino les convierte en seres imbatibles.

La jornada del sábado tenía marcado su comienzo a través de Coppel, un hijo de la zona emigrado a Madrid desde donde ejerce como trovador errante cantando y contando historias, en el sentido de la palabra que adopta en boca de Bob Dylan o Phil Ochs. Una tarea de la que nos habría gustado disfrutar más si las consecuencias del aguacero no hubieran obstaculizado llegar con normalidad hasta el recinto, por lo que tuvimos que conformarnos con una última canción de recitativo parlamento que ejemplificó el verbo ácido que decora sus pasajes costumbristas. Por lo tanto el puesto de inaugurar el día recayó, dadas las circunstancias, sobre Bringas, apellido de Gorka, músico de extenso recorrido y que en la actualidad comanda un proyecto donde un rock americano inyectado de power pop -terreno donde una figura como Tom Petty se hace indispensable- se erige como seña de identidad y que en directo adquiere una dimensión repleta de nervio, visible sobre todo en temas como “Puede cambiar” o el espectacular rock and roll de “Olvídame esta noche”.

Secundado por instrumentistas cum laude como el guitarrista Pit Flanagan, su abanico se extiende, cobijando la sombra de Los Secretos, John Mellencamp o Quique González, hacia texturas más sosegadas y sensibles, como la optimista “Grita conmigo”, en lo que supuso expandir la conquista de unas melodías que su aparente facilidad para seducir al primer instante no debe opacar el meritorio trabajo que ese supone. La irónica, otro destacado ingrediente de esta formación, e impetuosa “Fiera” sonó como un puñetazo encima de la mesa para hacernos saber que a veces aquellas bandas relegadas a horarios menos ilustres se materializan, como tal fue el caso, en una de las actuaciones llamadas a ocupar un espacio destacado en el cuadro de honor del festival.

William, Koki y Txemi (Los Brazos) son ya nombres que enunciados juntos nos remiten a uno de los grupos que con más firmeza exponen su fornido sonido eléctrico, unos talentos que les han hecho rebosar las fronteras vascas para ser alabados igualmente a lo largo de la geografía estatal. Por asiduos a gozar de sus espectáculos no hay que racanear en elogios para una maquinaria a la que le valen solo tres miembros para desatar la tormenta, la misma que se empeñaba en escupir el cielo. Una siempre vigorosa condición a la que su exhibición de potencia no le impide desplegar una cuidada amalgama de sonoridades que, si bien parecen tener como lengua vehicular el hard rock de ascendencia sureña, elemento principal de “Juice”, se propaga en diversas direcciones. Huellas que incluyen el rastro dejado por la Creedence, sumergirse en el blues -vía boogie en “Let Me Go” o la desgarrada desnudez de “Tales”- o desabrochar su faceta más pegadiza con un adictivo punk-pop, todo un mapa estilístico que también atraviesa las fronteras de un amable tono campestre o incluso haber alcanzado la habilidad para pertenecer al ecosistema de los crooners. Encaminados en la recta final con su ya carismático trotón “Not My Kind”, siempre espoleado por los coros del público, esta vez acompañados del blandir de paraguas, o la versión del “Free Bird”, de Lynyrd Skynyrd, Los Brazos demuestran que, usando la simbología que permite su nombre, sus extremidades están capacitadas para tender su mano al baile, recogernos para llorar los tropiezos vitales o incluso imponerse con fuerza, pero siempre abiertos para recibirnos con reconfortante intensidad.

La gran cualidad de los siguientes moradores del escenario, Santero y Los Muchachos, reside por encima de todo en haber encontrado un espacio estilístico nada transitado y por lo tanto original, casi tanto como el ejemplar ejercicio a la hora de empastar sus voces. Ramificación de los festivos La Pulquería, el sonido de estos valencianos es tan colorista como su propia indumentaria, algo que dejaron claro desde un inicio, personificado en “Qué voy a hacer”, donde se posan en paralelo con fraternal dinamismo Willy Deville y la ELO. Dos orillas, la latina y la anglosajona, que encontró su forma de visibilizarse en “Ojos pardos” a través de los Stones, vía Los Rodríguez, formación que impregna con su sello también “Estamos bien”, haciendo del pop, ya fuera con la raíz de Los Secretos en “Ventura” o con un clasicismo parejo al de Sidonie en “Dragón”, otro de los múltiples decorados construidos para unas historias donde lo lúdico y lo hedonista avanza con la mácula de la tragedia. Convertir las carreteras mediterráneas en vericuetos de la Ruta 66 (“Carretera de El Saler”) o decantarse por el folk-country en “Homenaje”, como si de unos La MODA menos epopéyicos se tratasen, desataron una faceta campestre que describe la desinhibición mostrada por una formación a la que encontrar el nexo común entre supuestos musicales muy heterogéneos les convierte en una muy sugerente rara especie en el a veces encorsetado panorama estatal.

No siempre el cabeza de cartel, o aquel designado a encaramarse hasta lo más alto, cumple con las expectativas, algo que desde luego no se le puede achacar a Carlos Tarque, que no sólo aceptó y cumplió ese papel, sino que ofreció uno de esos conciertos que de tan arrebatadores e impetuosos como se perciben resultan difícil de olvidar. Acompañado por la llamada Asociación del Riff, un cónclave en el que participa un ilustre de la guitarra como Carlos Raya, dicha nomenclatura es también una declaración de principios en cuanto al orgánico y sobrio de la propuesta. Bondades apriorísticas que se vieron superadas por una puesta en escena abrigada sobre un hard rock de alto y oscuro octanaje. De ahí que los primeros compases nos condujeran al espacio de Deep Purple con una hercúlea “Bombas en son de paz”, visibilizando además la adopción de un verbo explícitamente político lanzado con saña contra ese statu quo sembrado de sangre. Afilada sustancia que se iba a encorajinar todavía más en la estocada a la idiosincrasia patria que explota en “Piel de toro”.

Congregados entorno a lo que parecía representar un estado de guerra personal y colectiva, el repertorio se significó precisamente por ese tono casi apocalíptico, donde la distopía se ha convertido en el presente y el infierno se ha transformado en una estación de paso. Desde allí, desde el Averno, parecía proceder una batería que sonaba como los pasos del verdugo sobre el patíbulo para anunciarnos el “Juicio final” o la cita acordada con Lucifer, ya fuera acompañada de envites propios de Black Sabbath, en “El diablo me acompañará”, o atravesando un desértico terreno lisérgico, paisaje propio de Kyuss, que desembocaría en “Flores de acantilado”. Un sabor a azufre todavía olfateable en el aliento desprendido por unas “oraciones” (“Credo” y “Ahora en la hora”) invocadas con la cruz boca abajo o en aquellas melodías nacidas entre campos de algodón destinadas a anidar en la garganta de Tarque, herramienta para dotar de una dolorosa pasión a “Mar de whisky”. En ese contexto no es extraño que versionaran de forma vertiginosa el maléfico “Helter Skelter” de los Beatles, adaptaran al castellano a la banda Cactus o que rescataran del repertorio de M Clan la sureña “Calle sin luz”, episodios que entroncaban con milimétrica exactitud en el espíritu global.

De ese subsuelo donde la esperanza yace abatida por el crepúsculo de los días es “Donde nace el rock and roll”, explícito y simbólico titulo para el cierre de un apoteósico concierto que también ponía la coda al grueso de las actuaciones de un festival que todavía estaba presto para acoger una jornada dominical. La música, mucho me temo, resulta incapaz de alterar el soniquete -en demasiados ocasiones dolorosamente desafinado- de la realidad, pero desde luego sí que posee el poder, al que jamás debiéramos claudicar y que el DalecandELA ha sabido enarbolar de forma excelente, de compartir sentimientos, de colectivizar el llanto y la risa, la frustración y la esperanza. En definitiva, de recordarnos que nunca estaremos solos si al otro lado hay al menos una canción en la que podamos sentirnos protagonistas.

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