Decía un eslogan publicitario de la marca de cereales kellogg's que “lo original es siempre lo mejor”, en alusión a los múltiples competidores que, tras su éxito, decidieron imitar su fórmula. Idéntica teoría podría aplicarse a Slowdive, banda seminal y referencial de aquello que dio en llamarse dream-pop y shoegaze, géneros que la formación de Reading ayudó a definir dando lustre con sus tres discos clásicos de los noventa: “Just For A Day” (Creation, 91), (por supuesto) “Souvlaki” (Creation, 93) y “Pygmalion” (Creation, 95). Después llegarían un sinfín de discípulos más o menos adelantados, pero muy pocos pueden equipararse en trascendencia al grupo de Rachel Goswell, Neil Halstead y compañía.
Sucede, además, que en el regreso de los británicos en 2017 quedó concretado en un álbum homónimo capaz de mantener el mito intacto. Un logro refrendado a conciencia la pasada campaña con el (otra vez) espléndido “Everything Is Alive” (Dead Oceans, 23), que ahora venían a presentar y que, de nuevo, podía permitirse mirar de frente a sus predecesores en el catálogo. No es de extrañar por tanto que, con motivo de la visita de Slowdive, a Madrid, La Riviera luciera el ambiente de las grandes ocasiones, con entradas agotadas desde hacía semanas, una enorme fila extendiéndose por la zona dos horas antes del comienzo del concierto, y la idea generalizada de que la velada podría resultar poco menos que histórica.
Unas expectativas efectiva y plenamente satisfechas en hora y media. No hizo falta más, en realidad, porque el quinteto arrastró almas hacia su personalísimo universo desde que sonasen las primeras notas de “Shanty”, con una mezcla de austeridad y elegancia que contrasta con el efecto descacharrante (por pura emoción) que su música tiene en directo. El combo logró un sonido incuestionable con el que puntualizar cada recoveco escondido detrás de esas canciones (en efecto) ensoñadoras y asombrosas, de hipnóticos efectos que voltean al oyente entre sus capas a modo de oleadas sonoras y que, una y otra vez, juegan con tiempos e intensidades a antojo. Pasajes específicos certificados por la alternancia tras el micro de Goswell y Halstead, viajando a lomos de los cantos de sirenas de una y a través del sentimiento sobrio del otro, en una tesitura de contrastes conectados y feliz desenlace.
Un concierto en el que todos –Christian Savill a la guitarra, Nick Chaplin al bajo y Simon Scott a la batería– aportan con peso propio y en idéntica dirección, motivando la satisfacción de una audiencia narcotizada ante los influjos que surgen del escenario, potenciados por proyecciones tan funcionales como en realidad poco ostentosas y luces impecables cuando de realzar las propias sensaciones se trata. Desde la mencionada “Shanty” al final en forma de versión del “Golden Hair” de Syd Barret, pasando por momentos grabados ya a fuego en la memoria como “Catch The Breeze”, “Souvlaki Space Station”, “Chained To A Cloud”, “Slomo”, “Kisses” o ese trío de ases consecutivo formado por “Alison”, “When The Sun Hits” y “40 Days”.
Un trazado con visos de epifanía religiosa y salvadora, en el que Slowdive hizo suyo a un público rendido a la belleza de su cancionero y redimido con respecto al frío mundo exterior, tras haber hecho acopio de ese tipo de calor que sólo la música parece ser capaz de emanar. Programadores, artistas, personal de discográficas y agencias de comunicación, prensa, y, claro, fieles de la vieja guardia compartiendo espacio con nuevas generaciones atrapadas ya bajo el influjo de la banda. Todos pulularon la pasada noche por La Riviera. Es donde había que estar. No por postureo ni moderneo, como en otras ocasiones, sino como agradecimiento devocional e infinito para con el grupo y su matizada magia vaporosa.
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