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Más de seis largos años habían acontecido desde la última visita de Bunbury a Madrid. Demasiado tiempo, tal y como sugeriría el propio artista desde el escenario del Wizink Center, aparentemente emocionado y ante un recinto a reventar. No es de extrañar, por tanto, que el ambiente en los aledaños del pabellón varias horas antes del comienzo del show fuera el de las grandes ocasiones, aquellas que desbordan la mera celebración de un concierto para señalar hacia una liturgia rock. Al estilo de lo que sucede gira tras gira con Depeche Mode, en una comparativa certificada por miles de seguidores luciendo camisetas del ídolo y eufóricos con la posesión de esa entrada que daba acceso a uno de los seis conciertos que el zaragozano anunció para 2024, con sólo dos en territorio peninsular: Madrid y su ciudad natal. Era, además, la primera gira anunciada después de que hace dos años el músico tuviera que suspender el tour en el que estaba inmerso y un posterior comunicado acerca de su salud encendiera las alarmas.

Una circunstancia determinante y de consecuencia directa: el retorno de Bunbury a la ciudad –flanqueado por esa banda de siete miembros compuesta por Ramón Gacías, Álvaro Suite, Jordi Mena, Robert Castellanos, Quino Béjar, Rebenaque y Erin Memento que responde al nombre de Los Santos Inocentes– fue, precisamente y ante todo, una celebración de puño en alto apretado con fuerza. El aragonés estaría plenamente legitimado para obviar su etapa en Héroes del Silencio o, incluso, sus primeros trabajos en solitario, siendo que no ha parado de evolucionar como autor en diferentes direcciones mientras el material continuaba fluyendo. Pero se trata de disfrutar, en una vía de doble dirección, de cada concierto como si fuera el último regalo del cielo. Sin límites y sin obviar guiños al pasado dentro de una carrera que suma ya casi cuatro décadas.

Un concierto de Enrique Bunbury en la actualidad cabe entenderse como conmemoración de todo aquel periplo del cual aún no se atisba el final, pero cuyos comienzos quedan cada vez más lejos, en un espectáculo grandioso guiado por la intensidad escénica del protagonista. Un Bunbury en excelente estado de forma, físico y vocal, desplegó toneladas de ese carisma clásico (o atemporal) al alcance de los elegidos. Su pose sobre el escenario es, en sí misma, un símbolo de la música patria, espoleado por una presencia del todo icónica –literal y artísticamente–. Canciones notables del reciente “Greta Garbo” (Warner, 23) como “Invulnerables”, “Alaska” o “Desaparecer” resultaron salteadas con una retrospectiva de piezas rescatadas del catálogo que incluyeron “Despierta”, “El rescate”, “Más alto que nosotros solo el cielo”, “Que tengas suertecita”, “El extranjero” o “La actitud correcta”.

Una secuencia (obviamente) imbatible, capaz de apretar las tuercas de la propia conexión entre artista y audiencia a cada tema adicional, derivado en puro éxtasis con la habitual revisión de “Apuesta por el Rock & roll” de Más Birras, “Despierta”, la apoteosis absoluta derevida del “Entre dos tierras” de Héroes del Silencio, “Sí” (de Umpah-Pah), o una majestuosa “Lady Blue” cerrando el grueso. Unos generosos bises repicaron en la eternidad de la velada (y de su artífice) con “Parecemos tontos”, la preciosa “Infinito” y “Maldito duende” (de nuevo, acompañada de desparrame), antes de que “La constante” y ese bonito vals de título “... Y al final” ejercieran como epílogo definitivo. Bunbury refrendó estatus, en base a su última actuación madrileña, como figura inexcusable e histórica de la música española. Como letrista y como intérprete; entre la emoción y la pasión; entre la épica y el sentimiento. Mientras el mundo ahí fuera seguía girando como "una puta jungla" (Enrique dixit), el Wizink Center acogió dos horas de comunión absoluta en las que diferentes generaciones confluyeron en armonía, con el fin único de rendir pleitesía al mismo tótem.