Los sonidos de la ciudad
ConciertosHiriko Soinuak

Los sonidos de la ciudad

7 / 10
Holden Fiasco (viernes) y Kepa Arbizu (sábado) — 29-10-2024
Fecha — 25 octubre, 2024
Sala — Herriko Plaza / Barakaldo
Fotografía — Jon Goikouria (viernes) y Stuart Macdonald (Sábado)

El pasado fin de semana la sexta edición del festival gratuito Hiriko Soinuak tomaba la Herriko Plaza de Barakaldo. La jornada del viernes empieza pronto. Lo hace, como en las ediciones anteriores, con los galardonados en el concurso que sirve de disculpa para que luego se celebre este festival y feria, el Hiriko Soinuak y su anejo Búnker. El viernes les toca a Erromintxelak, como ganadores en la categoría de mejor artista en euskera, y a Edgar Allan Pop por el premio a la igualdad.

Darán, ambas bandas, sus bolos cuando aún no ha empezado a oscurecer del todo. Por eso, el ambiente es más exótico y dispar, casi diría que castizo. Yo me fijo en un señor de avanzada edad que aprovecha la cachaba para pegarse en el muslo y seguir el ritmo de una de las canciones de Erromintxelak. Antes era un bebé que apenas conseguía mantenerse de pie para bailar. Parejas de mediana edad que se agarran como con reparo, asomándose a un precipicio. Los que salen del gimnasio del Boulevard se encuentran esto y se asoman con curiosidad, luciendo mallas apretadas. Adolescentes que corretean; una niña mira atenta, con el balón reposado, por un momento, sobre la cintura; la señora con la bolsa del Eroski y la cartera contra el pecho, que nos mira a los demás sin entenderlo, con el ceño fruncido; y Mikel y Jon en una esquina, abriendo latas que compraron en la tienda de chuches. Así actúan Erromintxelak, con cierto aire a romería pero con aroma de dixieland. Le dan al swing y a otras raíces, pero lo hacen en euskera, y, por ello, terminarán su bolo despidiéndose con la promesa de seguir divulgando el género y el idioma. Los dos al mismo tiempo. Antes, explicaron de dónde venían: “Arrasatetik, de Mondra”. Normalmente, la voz cantante, si cantan, la lleva el guitarrista que toca de pie. Porque luego hay otro sentado, con una guitarra a lo Django Reinhardt. Pero la voz cantante, si hablan, la lleva el percusionista, que se dedica a rasgar su tabla de lavar, o washboard, como creo que se dice ahora. En el tema final, tocará sobre el lomo curvado del contrabajo, el de su compañero, que lo tiene al lado. Y nos queda mencionar al hombre de los vientos, saxofonista soprano o trompeta, creo, que está en la otra esquina. Dan las gracias por el premio y varias veces animan al pueblo: “¡Aupa Barakaldo!”, mientras tientan las caderas, aunque fuera tímidamente, de alguna de las presentes. De lo que tocaron, solo pude reconocer el único tema que les conocía, “Esperoan”. Terminan en inglés, con el percusionista azuzando al público, dando las gracias al acabar y solo es en ese momento cuando la cachaba para y vuelve a servir solo para andar.

Edgar Allan Pop, dos. Segundos en la lista y dos que son en la banda. Chico y chica, que me imagino que es una de las razones por las que han recibido el premio a la igualdad. Ella está detrás de los teclados y él suelto por el escenario, con la guitarra en ristre. Ambos comparten voces. Sintetizadores, atmósferas, algo de oscuridad, juventud y letras intensas. Dijeron que estaban de gira. Llevan en esto dos años y creo que ya han ganado algún otro concurso. Su música se instala en el presente, que les pertenece, como cantaron en un tema que estrenaban (“Depresión sin épica”, por lo que he averiguado en internet). Pero también tienen cosas de antes: de cerca, como Triángulo de Amor Bizarro, por ejemplo, que eso lo he leído por ahí; y de más lejos, porque a veces le ponen una pátina de oscuridad a lo que hacen que te retrotrae en el tiempo. Sin salir, eso sí, fuera del territorio del indie y el pop, por lo que quise, o pude, entender yo. También Robert Smith leía la poesía de Edgar Allan Poe, ¿no?

Cerraron el bolo con “Una sombra negra”, que, tal y como la presentaron, parece que ha sido y aún es su hit. Pero siguen escribiendo canciones mientras viajan a presentarlas y la próxima parada será Agurain, como nos contaron, donde intuían que habrá “bolazo con pogos”. No los hubo en la Herriko Plaza. Ni tan siquiera asomo. Pero sí se vio a quien movía la cintura y bailaba. Entre las otras canciones que tocaron, también reconocí “Maldito invierno”, “Nudo” o “La caída de los santos”. Y una versión de “Toro” de El Columpio Asesino, entre otras, claro. Y eso que era una versión reducida de su repertorio, porque, según explicaron, si vamos a Agurain, veremos la versión Premium. En el Premium, que es más caro y no hace parada en Lerma, ya nos hemos bajado alguna vez a Madrid, a donde ellos, al parecer, iban a volver en transporte particular, porque nos pidieron que fuéramos a ver sus camisetas y les ayudáramos, así, a pagar la gasolina para el viaje de vuelta.

El “Requiem” de Mozart nos pilla en un bar de la plaza. Le digo al que tengo al lado, “¿Eso es el “Requiem” de Mozart?” Y con mucha coña, me contesta: “O eso o la banda sonora de El Hundimiento, que siempre las confundo...” Le miro asombrado: “¡Y qué coño voy a saber yo si eso es Mozart, joder!”, añade, pegándome una colleja. Yo lo único que sé es que los bolos de Ana Curra empiezan así, así que les digo que nos tenemos que ir, y nos vamos para la carpa, donde ya está ella de costado para tocar sus teclados, acompañada a su derecha de Pilar Román al bajo, Iván Santana atrás, “en las galeras”, como dirá ella misma al presentarlo, y a la derecha, un hiperactivo Iñaki Rodríguez, guitarrista, quien, y seguro que solo a causa de nuestra miopía y la distancia, cuando se quita la gorra de taxista y deja ver su cabeza rapada, nos recuerda al doctor Ephraim Goodweather cuando pierde el pelazo en “The Strain”. No se lo puedo decir a nadie porque ella no la ha visto y los demás pasan de mí. Lo que tampoco comentamos, porque era lo esperado, es que casi todo el repertorio venga del legado de Parálisis Permanente. Al principio, con canciones como “El acto”, “Adictos a la lujuria” o “Nacidos para dominar” y, al final, por supuesto, con el colofón esperado, “Autosuficiencia” y “Un día en Texas”. Se sabía si se venía éxito porque la gente sacaba el móvil para grabar, ya fuera con las versiones o con el material propio. Por ejemplo, nadie grababa el “Ghost Rider” de Suicide, a pesar de que molaba la atmósfera impetuosa que se creaba, pero muchos apuntaron con sus píxeles cuando arrancó el “Héroes” de David Bowie, que nos dedicó a todas. Y lo mismo con lo que ella ha escrito. No se veía a nadie interesado, con todo el respeto del mundo, cuando se lanzó a por “Aprendiz de bruja”, y eso que invocó a Mari, pero enredaron rápido en el bolsillo para desenfundar cuando reconocieron “Quiero ser santa”. Es lo que tiene. Así funciona. Pero, en líneas generales, el nivel fue mantenido. A Ana Curra se la vio en forma. No se arrastró por el suelo, pero se mostró enérgica y contundente, llegando a brindar con ron justo antes de cantar “Envuelta en ron”. Anunció que su guitarrista dejaba la banda, que aquel era el último concierto, y lo despidió así: “es un cabrón, pero le queremos así”. Contaron una anécdota sobre su comida en Santurtzi y la digestión de una menestra. Todo para terminar diciendo que siempre estaban encantados de subir a Euskadi.

Y, finalmente, Lagartija Nick. Yo estuve allí, en el concierto que le recordaron a Antonio Arias durante su breve charla en la otra carpa, la más recogida, la del Búnker. Los granadinos llegaron tarde, por problemas con el vuelo, creo, y se retrasó la charla que iban a dar por la tarde, hasta el punto de que Eric Jiménez no pudo asistir, porque se le oía probar su instrumento mientras que Antonio Arias, muy cordial y afectuoso, agradecía las cuatro o cinco preguntas que el moderador le hizo como pudo. Y de la misma salió con prisa, pitando a la prueba improvisada. Pues eso, que nos hacemos mayores y estuvimos en momentos que ocurrieron hace ya mucho tiempo. Pero no era esa la razón por la que apetecía volver a ver a Lagartija Nick, aunque, nosotros, seamos más del “Hipnosis” que de lo que vino luego, es así y para qué mentir, y, en los últimos tiempos, hemos disfrutado más de las versiones y homenajes que les hacen que de los originales. Era, demás, la primera vez que les veíamos con los teclados de JJ Machuca. Es decir, que nos presentábamos casi vírgenes de nuevo y con la feliz capacidad para la maravilla de la que solo disfruta el ignorante en su divina inocencia. Y así nos encontramos, desde nuestra perspectiva, con un concierto largo, robusto, que, desde el misterio atmosférico de “Sonic crash” hasta el arrebato espontáneo de “Nuevo Harlem”, nos mantuvo elevados y en rapto de principio a fin. Quizás fue antes, con “Lo imprevisto” o, al final, con “Esa extraña inercia (anfetamina)”, o en lo árido, con “Strummer, Lorca”, o viajando en el tiempo con “¿Qué harás por mí?” e “Hipnosis”, quizás. Quizás fue en esos o en otro momento que creímos rozar la epifanía. Lo que sí sé es que no conseguimos preocuparnos de ninguna otra cosa que no fuera lo que pasaba allí arriba.

Antonio se quita la chaqueta después de “Universal” y el sombrero con “Agonía, agonía”. Hay un instante concreto, como por el centro, que se hace universo, cosmogonía. Ya íbamos obnubilados por la fuerza y precisión en el golpe de Eric Jiménez, cuando encadenan “Tan raro, tan extraño” con “Ahora” y ya veníamos de “La curva de las cosas” y terminamos estrellados contra “Buenos días, Hiroshima”. No sé si es lo más cerca que hemos estado de la implosión en un concierto, porque miento si te digo que no es cierto que me da por exagerar, pero la inspiración anduvo invocada por allí. Y así terminó el concierto, después de que se recorrieran la estimulante geografía de un repertorio infinito y dejando a la ciudad con pocas ganas de dormir, porque, como ellos mismos cantan, nos mordieron las iguanas vivas y ahí no parecía que nadie se quisiera ir a la cama.

La jornada sabatina, empeñada en recrear una estampa casi invernal, comenzó, como su predecesora, dando voz a aquellos proyectos ganadores del concurso oficiado por el festival, recayendo la tarea inaugural en el cuarteto DeBuk. Como si de mimetizarse con el oscuro y tempestuoso clima se tratase, su apuesta se alimenta de la épica surgida al albur de la escena grunge, sobre todo adquiriendo la dramaturgia de Pearl Jam, pero principalmente embebiéndose de los saberes de bandas que recogieron dicho legado, ya sea Staind, Creed, Silverchair o incluso Tool. Con robusta base rítmica, una voz de raigambre profunda, especialmente propicia para este tipo de ambientes, y sobre todo unas seis cuerdas que con su habilidad para danzar entre trastes parecía multiplicar su presencia, su puesta en escena escogió combatir la borrascosa sensación atmosférica utilizando sus mismas armas, desatando así una escueta pero rotunda tormenta sonora.

La dupla de laureados la completó Deep Sea Monk, una formación más copiosa y especialmente versátil en su desarrollo instrumental. Por eso, aunque su epicentro musical se ubica en los sonidos americanos de raíz melódica, que abarcan desde los Beatles a Wilco pasando por los -ya extinguidos- The Sunday Drivers, el repertorio seleccionado mostró una encomiable flexibilidad. Armonías cálidas que el título de “Sunshine” no hace sino refutar un plácido aroma a folk que en “Don’t Believe in Ghosts” derivó en un elegante soul previo paso por dibujos armónicos que, de manera consciente o no, remiten al “My Way” de Sinatra. Sutilidades convertidas en idiosincrasia de la banda capaces de tornarse bajo aspectos más roqueros, ademanes funk -especialmente visibles en “Monkster”- o el blues de “I’m Scared of You”, que fue acumulando firmeza hasta convertirse en una sobresaliente despedida para un grupo que demostró unas hechuras especialmente reseñables a la hora de conocer y disfrutar de los diversos itinerarios que delinean el mapa estadounidense.

Tras el deguste de propuestas de nuevo cuño, que contaron con la demasiado habitual escasez de concurrencia, The Bo Derek’s significaba, con el evidente incremento de espectadores, uno de los platos fuertes para el sábado, porque pese a ser ya habituales de nuestros escenarios siguen desplegando, gracias a su energía, un potente efecto llamada. Integrados por las bases rítmicas que suministran los hermanos Jorge y Martín Lorre y la presencia de Oscar Avendaño, militante en múltiples batallas a lo largo del tiempo y ahora también en formato negro sobre blanco, su vitamínica adopción del lenguaje clásico de guitarras convierte cada una de sus actuaciones en un tour de force de sudor y ritmo. Ataviado con su ceremonial traje blanco, que paradójicamente encarna la herencia de los más vitriólicos sonidos afroamericanos, quien también ejerce labores de bajista en Siniestro Total se comportó como expendedor de rabiosas andanadas que recogen, entre otras herencias, el más turbulento pub-rock. Canciones entonadas desde la aceleración de Mermelada (“Para tanto”) o bajo el traqueteo cadencioso característico de Dr. Feelgood, encargado de dirigir temas como “Más rápido que tú”, “Godzilla vs Kong” o “Fireball” . Una base estructural que sin embargo no delimita en absoluto la formulación del combo, adicto igualmente a acordes de blues afilados por AC/DC (“Como un herpes”) o arremetiendo con el siempre infalible y encorajinado espíritu “stoniano” que envuelve la irónica “Los que iban a salvar el Rock'n Roll”.

Si en ese árbol genealógico encajan a la perfección adaptaciones de Smokey Robinson, al que agarraron por la solapa para zarandear su “First I Look At The Purse", o el ya convertido en emblema para la causa “Nutbush City Limits”, de Tina Turner, su cada vez más fluido manejo de otras avenidas puso en liza también su afecto por el soul, ya fuera bajo el dinamismo de la Motown en “Humo” o vestido de garage en “Cool Cool Baby”, o el trazo más melódico en la metamusical, y muy glam, “Recuerdos del paraíso”. Gracias a conciertos como el ofrecido en Barakaldo, especialmente desgarrado, la banda gallega escoge de nuevo anteponer a cualquier virtuosismo o erudición formal la conjura de un frenético sortilegio -coronado con la versión de Little Richard “Bama Lama, Bama Loo”- que sigue siendo la manera más directa de llegar a la excelencia en el rock and roll.

Mientras que los gallegos acabaron con sus cuerpos por el suelo, la llegada desde la otra punta de la Península de Derby Motoreta’s Burrito Kachimba iba a suponer un destino donde la ensoñación y el éxtasis bañado en rock duro y flamenco se convertían en máximas aspiraciones. Si hay una banda que dificulta poner etiquetas, esa es la andaluza, lo que no significa que por sus venas no corran ciertas crianzas y alianzas que se manifiestan con determinación para, eso sí, ser conducidas bajo lo que ya es una indiscutible e identificativa firma. Personalidad que, apoyada por un no menos reseñable juego de luces, tiene en Triana, por la propia voz que encabezan ambas formaciones y con motivo de su mezcla de acervo popular y rock psicodélico, una de sus más escrutables cercanías. Pero mientras que unos tomaban como envoltorio para su deje natural clásicos de los setenta, el grupo encargado de cerrar esta edición del festival se acerca a bandas que, aceptando las enseñanzas del hard rock de Led Zeppelin o Black Sabbath, convierten ese dictado en un espacio de liberación experimental, hablamos de propuesta como, sobre todo, King Gizzard & the Lizard Wizard pero también de Thee Oh Sees o Ty Segall.

Bajo esos mimbres, a veces más alineados entorno a una espectacular disposición roquera, como en “The New Gizz” o “El Chinche”, y otras haciendo fluir su acento más local, ahí destaca la aflamencada “Caño cojo”, la invención de su particular tercera vía obtiene vástagos de la naturaleza de “La fuente”. Una fusión tan inclasificable como embriagadora que entrega logros de la talla de la arabesca “Prodigio”, serpenteos que incluso se permitirán añadir una base funk para “Turbocamello”; el minimalista inicio, con la rodilla hincada sobre un “cielo” rojo, de “Gitana” u otro sobresaliente resultado de esa impensable comunión que es “Aliento de dragón”.

En ese listado de temas que en paralelo se convertían en un lamento ancestral proveniente de las cuevas del Sacromonte como desataban una fiera eléctrica, no podía faltar su exitosa inmersión en el séptimo arte de la mano de “Las leyes de la frontera”. Un tema que encontró el abrazo del respetable, los mismos que el cantante ofreció entre el público unos minutos antes de entregarse a una “La piedra de Sharon” que sólo podría ser explicada si la figura de Ozzy Osbourne hubiera sido reemplazada por Jesús de la Rosa al comando de su banda. Pocas imágenes más elocuentes para explicar lo que significa Derby Motoreta’s Burrito Kachimba que la ofrecida en su cierre de actuación, bajo la pegadiza “El salto del gitano”, cuando, a petición de uno de sus guitarristas, el público se abrió como si de una división divina de los mares se tratase para alcanzar la tierra prometida en forma de pogo. Aparentes contradicciones que sin embargo son la esencia fundacional de este arrebatador rugido místico.

Durante dos jornadas, de nuevo el festival Hiriko Soinuak instaló a Barakaldo como epicentro cultural. Charlas, actuaciones y variadas actividades se mostraron como la manifestación de un idioma, el musical, (y si se quiere precisar más el congregado entorno al rock, bajo su acepción más transversal), que sigue latiendo con fuerza, enunciado a través de diferentes lenguajes pero todos bajo el eje común de su capacidad para irradiar sentimientos. Un meritorio y extraordinario ejercicio que volvió a convertir en incuestionable - también en el arte sonoro- la ecuación que señala al pasado como fuente inspiradora para construir el presente y al futuro como un horizonte esperanzador siempre que acepte y desarrolle dicha máxima.

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