Este pasado viernes se ocupó la Herriko Plaza de Barakaldo para celebrar una nueva edición del Hiriko Soinuak. Si no sabes qué es, lo sabrás: un concurso de bandas, que se promociona como proyecto cultural del ayuntamiento de Barakaldo, en colaboración con el Departamento de Juventud del Gobierno Vasco. Cuando ya han elegido a los ganadores, preparan esto, una fiesta de celebración: doble sesión, viernes y sábado, con bandas más lustradas que acompañan a los galardonados.
Nosotros madrugamos el viernes. Vale, ya habíamos merendado, pero era temprano, que aún correteaban los críos por los columpios del ayuntamiento. PainApple, cuarteto joven y enérgico de la cuenca del Deba, creo que dijeron, fueron los primeros en abrir: se expresaban en euskera, que lo digo para aprovechar y comentar que precisamente esa fue la razón por la que se llevaron uno de los premios. También cantaban en inglés. Lo que hacían era moverse mucho, saltar alto, tocar fuerte y rápido. Soltaron las canciones del tirón hasta que descansaron para dar las gracias, beber agua y presentarse con detalle. También anunciaron que iban a tocar algunas versiones. Entre todas ellas, acerté a reconocer el “Sk8er Boy” de Avril Lavigne. Ya habían dejado expuesto por donde van sus gustos e influencias, que miran a las últimas décadas del siglo pasado, a lo que algunos llamábamos hardcore melódico y otros pop punk. A veces, me pareció, se iban más al hardcore puro y duro, con mucha caña y volumen. Demasiado volumen, quizás. Se despidieron dando las gracias y con “It Ain’t Over”, que creo que está en su demo.
Los siguientes son Lorreine, que no Lorraine, como la de Thee Braindrops, a la que siempre nos gusta saludar (más bien, bailar). He dicho bailar ya, ¿verdad? Pues de esto fue el concierto de Lorreine, quienes se habían llevado el premio a mejor banda del pueblo. Colmados de estribillos jubilosos y ritmos bulliciosos, se manejaron entre el pop y el indie, todo colorido y perfumado. Traían teclados y se les notó más bagaje, más soltura con los recursos del escenario: en la segunda canción, ya usan coros con vocales y piden palmas. Pedirán más luego. Tocan varias de su primer trabajo, Regreso al buen rollo y otras que van anunciando ellos mismos: “El Camino”, “Chica morena” o “Hater del amor”. En alguna, les sale como una cadencia jamaicana que acaba por diluirse. Lo aprovechan para mover aún más la cadera y propagar el buen rollo: “¡Vamos a menear el cuerpo!” Se despiden con “Placeres de la vida”, y dicen que, para ellos, ha sido un placer tocar en el pueblo.
El concierto de Los Deltonos lo vamos a contar al revés. Vamos a empezar por el final, cuando arrancaron a cantar ese “Hey gente” que empezaron, primero, haciendo una encuesta espontánea. En ese momento, se nos ocurrió pensar que aquello, en realidad, resumía todo lo que queríamos escribir. Hendrik Röver preludia la canción con su consabida mención a la grasa saludable. Nos recuerda que vienen de Muriedas, Cantabria. Repite aquello de que son nuestros humildes servidores. Luego, estalla la canción, con ese deje entre indiferencia y resistencia que condensa todo el espíritu y la energía del concierto: el rock and roll no ha muerto; me la sopla que tú pienses lo contrario. La gente bailaba, aunque fuese solo con el cuello. Pues eso. Que eso fue lo que pasó: los Deltonos llevan desde 1986 con los envíos a domicilio de lípido vivificante y no ceden ni conceden. El viernes, en Barakaldo, volvieron a dar otra lección. Se toman el rock como un oficio y como una emoción, volviéndolo a ensortijar con tanto brío que el género sonó, una vez más, fresco e inmediato.
Nos pareció que están más en forma que nunca. El cambio de formato no parece haberles restado ni un ápice de brío. Se les notó musculados, inspirados, sueltos y rotundos. Los solos se alargaron, los instrumentos sonaron lozanos, a las canciones antiguas les pasaron una buena mano de pintura y todo funcionó. Es más, se jugaron parte de la apuesta con las cartas del material más reciente y salió bien. No se que más quieres que te cuente, a no ser que te apetezca escuchar el listado de canciones que interpretaron. Lo hago: empezaron con su versión del Buddy Miles que estaba en Band of Gypsys y cantaron “Los cambios”. La guitarra que, por entonces, es aún la telecaster, ya suena gruesa y desempolvada. Pasan directamente a temas recientes, como “Mueve!” y “Águila”. La fuente de inspiración no se seca nunca, parece. Hay un viraje hacia el pasado que el propio Röver anuncia: “Una canción que grabamos en los años 80 del siglo pasado, aunque no se nos note nada” y razón no le falta cuando cantan “Qué podríamos hacer”. La gente corea a voces. Röver responde: “Esa es”.
Cambia de guitarra. Se calza la flying v y mientras tanto agradece: “Encantados de estar aquí y encantados de que hayáis venido”. De paso, nos da una lección más de veteranía sin lamentos cuando presenta “Los buenos tiempos”: “no volverán, pero los habrá mejores”. Al "Craft Rock" (2021) viajan para recuperar “Lo dejo”, que dice que viene inspirada por aquella bonita conversación de teléfono que tenía Pazos con su mujer en Airbag: “interesante no, mujer, estresante”. “La reina del adiós”, en su último disco, suena cañera, repleta de volumen, más pesada. A mitad del concierto, suena “En mitad” y luego subidón con “Discotheque Breakdown”. El músculo y la lozanía de la que hablábamos antes se aprecia en un solo instrumental que se larga y complica, repleto de tonalidades y abrumado de humo. Röver, cuando termina, se acerca al micro y masculla un lacónico “Gracias”, como si no hubiera pasado nada. Luego “R&R S.W.A.T.” y pasan a “Correcto”, que estaba en "Fuego" (2019).
Regresa la telecaster antes de cantar “Menudeo” y vuelta al pretérito para disfrutar una vez más de “Listo” y de “Gasolina”. Cuando terminan, Hendrik Röver anuncia que le quedan solo “un par de tonadillas” y que “esta igual la conocemos”. Lo hacemos, que se le siguen los versos con “Horizonte eléctrico”. Ya estamos en el final que contamos al principio, pero falta la coda, que ocurre sin que lo avisen, cuando embisten con el rock and roll más primigenio y se lucen, como siempre, con “Hard Luck Blues” de LeRoi Brothers. Termina Röver con la guitarra alzada, reluciendo en la oscuridad, presentándola como prueba irrefutable de lo que acaba de pasar.
Y después de un pequeño descanso para refrigerios y estiramientos, con dos minutos de adelanto, según mi reloj, aparecen los Def Con Dos, que ya vienen saltando, asperjados por el escenario como estelas de reactores. La gente abajo parece entusiasmada. La media de edad es alta, excepto la niña que lo ve subida a lomos de su padre y que hace cuernos mejor que nosotros. Hasta las voces enlatadas parecen trasportarnos a tiempos pasados, no sé si mejores o peores, pero lejanos. Treinta años, que lo recordarán ellos en repetidas ocasiones: treinta años de lucha contra la estupidez.
Arrancan con dardo en el centro de la diana: “Acción mutante”. Y ya resuenan esas frases que se te quedaron tatuadas en la memoria: “mens sana in corpore tullido”. No hay descanso, te las sabes todas: “Juguemos con objetos punzantes” y “Sigo siendo heterosexual”. Hay un problema técnico, pero no pasa nada, César Strawberry alarga su parlamento, se acuerda de Joseba Llanas, al que dedica el bolo y, si no me equivoco, se canta a capela “Tú sí que eres tontorrón” y “Coprofagia”. No hay descanso. Llega “Ciudadano terrorista”, con el bajo bien purgado y la gente a grito pelado. Las cámaras echan humo, los vídeos que nadie verá se multiplican. Hasta el propio Strawberry nos sacará luego fotos. El gozo se alarga con “Duro y a la encía” y “Magnicidio” y “Errores médicos I”. Strawberry recuerda a un montón de peña y, de seguido, se lanzan con “Los Reyes son los padres”.
Más saltos coordinados con “Tuno bueno el tuno muerto”. Al terminarla, Strawberry se lamenta: “Ya estamos en el siglo XXI y hay más tunos que nunca”. Llega la historia del padre Toponoto, segundo religioso al que se recuerda después del padre Damien Karras: “Toponoto Blues”, que la catalogan como homenaje a Muddy Waters. En realidad, todo ha sido un eterno momento álgido, pero, por elegir una cima, esta puede que llegue con “Mineros Locos (Armas Pal Pueblo)”. Cosida traen “Mutantes pal pueblo”, más reciente, y un mix incendiario con “La culpa del todo la tiene Yoko Ono” y “Muertos del rock”. Strawberry se pega un tiro con el micro. “Zombi franco” y “Mamarrachismo Power” también son canciones sin canas, que dan paso a una nueva vuelta al pasado, y a otra de esas frases que se te quedaron en el hipocampo para siempre, “desnucarse en la bañera fornicando”, y hablamos, por supuesto, de “Pánico a una muerte ridícula”. No termina la cera, que luego llega “Poco pan” y, sin descanso, otro momento álgido, que los hay tantos como en una cordillera montañosa, otra roca que rueda cuando catan “El coche no”, no, no, el coche no.
Hasta yo me quedo sin aliento ahora, contándolo. No sé cómo ellos resisten ese ritmo de calestenia y greguería. Porque siguen: “A.M.V. (Agrupación de Mujeres violentas)”, “Ultramemia”, “Ellas denunciaron” y “De cacería”, que terminan todos disparando al bajista, J. Al Ándalus. Los cuernos anuncian que llegamos ya al clímax. Sagan Ummo se pone en el centro y nos consagra: “El día de la bestia”. “No sabéis lo que os perdéis al no visitar los templos”, comenta un Strawberry al que no se le agota la ironía fina, que se afila al máximo con “Mi reino por un poco de caballo” y ya hemos llegado al final. Dan las gracias y arrancan una “¿Qué dice la gente?” que queda aún más tajante con el acompañamiento del público y la participación de un encapuchado espontáneo que ondea una bandera de los Churrería. Si no los conoces, ya me sorprende, pero, prepárate, que acabarás haciéndolo.
Cinco horas de largo repertorio, pasando del hardcore melódico al rap metal, con parada en el rock and roll, el pop, el blues y yo qué sé qué más. Dolían las piernas y los tímpanos, pero no había ganas de quejarse. Un último halago para la peña del sonido y, sobre todo, para el tío de las luces. Es cuestión de gustos, pero a mí y a uno que tenía delante, nos moló. Hey gente, como dirían Los Deltonos, no es un cierre muy lustroso, pero es mi cierre.
La jornada sabatina en la Herriko Plaza se inauguró con dos cantantes femeninas que emplazaron a la -todavía escasa en esos momentos- audiencia a un dulce, que no empalagoso, entremés. Ganadoras de sendos premios concedidos por la organización, tanto Eva Martín como Deñe comparten un mismo paradigma sonoro, situándolas bajo un común denominador identificado por un pop sentimental y melódico que alcanza señales particulares en cada una de las interpretaciones. La primera, esbozada durante escasos veinte minutos por la portugaluja, escogió una inmaculada, pero dotada de mucho cuerpo, proyección vocal que, arropada por el empaque proporcionado por la guitarra de Andrés Trejo, logró silenciar los ruidos cotidianos de la ciudad con un breve pero emotivo recital. Ondulando entre composiciones que desfilaban bajo una sutilidad folk, como se adivina en “Cerca del miedo”, o envueltas en una intimista pulcritud, tan cerca de Maria Rodés como de Bely Basarte en “Matices”, fue con la despedida cuando su ímpetu resquebrajó algo la frontera dibujada por una extrema sutilidad para imprimir mayor intensidad a “Imperfectas decisiones” , cerrando una casi efímera -en cuanto a tiempo- actuación que sin embargo dejó una cálida huella en los presentes.
Pertrechada tras una formación más completa, lo que le ayudó a dotar de mayor colorido a sus registros, tanto es así que por momentos se colaron texturas arabescas o flamencas, la compositora procedente de Azpeitia, tomó el relevo no únicamente sobre las tablas sino también en ciertas coordenadas estilísticas, a pesar de que su puesta en escena priorizó en esta ocasión un ambiente más atmosférico y embriagador. Contexto que si en sus trazos más tiernos, como los visibles en “La vida es bella”, le llevaban a confraternizar con Izaro o Olatz Salvador, el uso de los teclados indicando la dirección hacia un terreno de aura electrónica, perceptible en “Zu” u “Oroitzapenak”, le acercaban a propuestas como las de Rural Zombies en su esencia menos agitada. Dotada por igual de un buen gusto para las armonías vocales como una meritoria elasticidad para la construcción de paisajes sonoros, Deñe, se sumó a Eva Martín, para certificar que el pop de raíz más melódico no es ninguna etiqueta devaluada en sí misma sino una herramienta del todo loable que cuando es gobernada por las emociones resulta un acogedor oasis.
Contraviniendo la afirmación del dicho popular, tras la calma llegó la tormenta, un ciclón descrito entre guitarras y rock and roll que atrajo, ahora sí, a un muy nutrido número de personas entorno al concierto de los 091. De alguna manera su presencia significaba la revancha para tantos seguidores tras el abortado intento, por mor de la consabida pandemia, de poder verles en su gira de presentación del que hasta la fecha es su último trabajo,”La otra vida”, un disco editado bajo esa condena al olvido que han sufrido todas las obras que vieron la luz durante aquellos tiempos de restricciones. Por eso, su estancia en Barakaldo, sirvió para saldar la deuda, contraída involuntariamente, de espolear las composiciones de ese sobresaliente trabajo al igual que de rememorar una -interrumpida- trayectoria que tan inesperada, como afortunadamente, ha recobrado el vuelo, propiciando que un buen número de sus seguidores hayan podido sustituir su condición de leyenda por una realidad tangible.
Que el inicio del concierto coincidiera con el de ese último álbum, de significativo título,”Vengo a terminar lo que empecé”, fue toda una declaración de intenciones respecto a la incorporación, anecdótica en número pero sustanciosa en calidad, de esos más recientes temas en su repertorio clásico, demostración de que su “resurrección” no está impulsada por equilibrios nostálgicos sino por la sed de seguir tejiendo historias a través de su característicos estilo: un rock and roll eufórico dictado por una narrativa inmisericorde y estocada melancólica. Estampas que alternaron el intenso medio tiempo desarrollado en “Naves que arden” con los trepidantes estribillos de “Al final” o el pegadizo aldabonazo que es “Condenado”.
Con una formación que ya se es capaz de recitar de memoria (José Ignacio Lapido, José Antonio García, Tacho González, Víctor Lapido y Jacinto Ríos) y ataviados tras su habitual elegante vestimenta negra, el quinteto eligió para deslizarse a través de discografía un paso de impetuosa electricidad que ayudó a ensalzar su no menos apabullante condición lírica. Un itinerario que en cada estación la banda parecía acumular renovadas fuerzas de cara a no desfallecer en ningún instante de la noche, tejiendo un mapa donde priorizaron el ánimo más incisivo, que ya desde el inicio les impulsó a trotar a lomos de Ciorán en “El baile de la desesperación” o realizando un afligido derroche de músculo a través de “En el laberinto”. Piezas sujetas por un imponente armazón instrumental capitaneado por la siempre carismática figura de “Pitos”, uno de esos frontman que no necesita grandes aspavientos ni pirotecnia escénica para suscitar la mirada de los espectadores, que todavía se arremolinó con mayor notoriedad entorno a él cuando llevó al límite su inconfundible manera de frasear en la sincopada cadencia de “Este es nuestro tiempo”; lanzó su voz con ferocidad en una apoteósica “Huellas” bajo un éxtasis casi “hardroquero” o cuando su armónica estremeció la noche para acompañar a la épica de “La canción del espantapájaros”. Acentos que quedarían intercalados entre diversos ademanes que se sirvieron del dinamismo blues-funk para ejecutar “La noche que la luna salió tarde”; envolvieron en un sutil halo psicodélico a “Otros como yo” e incluso esbozó un soplido vitalista en “Esta noche”.
Pese al vigor que definió la actuación, eso no significó vetar el espacio a unas piezas de mitigada agresividad que a lo largo de la historia de la banda han sido igualmente representativas, incluso siendo parte imprescindible de su legado más ilustre. Punzadas nostálgicas que tomaron intensas tonalidades en “La calle del viento” o “La torre de la vela”, momentos especialmente compartidos por el público, y que adoptaron un crepuscular romanticismo para la siempre acongojante “Un cielo color vino”. Pero la naturaleza de la actuación demandaba un final escrito con energía, y para ello, ya en el tiempo de los bises, llegaron sus posiblemente dos canciones más icónicas y también más espoleadas por el respetable: “Qué fue del siglo XX” y ese sometimiento del acervo popular a los impenitentes ritmos de Bo Diddley que es “La vida qué mala es”, coralmente entonada con el convencimiento de la verosimilitud de su afirmación pero igualmente del poder que tienen las canciones de la banda granadina para aplacar ese sentimiento trágico.
Fue justo con la llegada de la medianoche cuando terminó un concierto que como si tratara de un hechizo que se desvanece al intuir el nuevo día, borró del escenario un paisaje repleto de casas sin techo, cartas de amor escritas a ordenador o disfraces de Polifemo, toda una sucesión de tormentas imaginarias que sin embargo tienen la capacidad de aposentarse en nuestro recuerdo y recrear su atronadora banda sonora una y otra vez. 091 ejerció de majestuoso colofón para un festival, el Hiriko Soinuak, que durante varias jornadas impuso en la localidad de Barakaldo el idioma musical como mayoritario. Un lenguaje, de infinitos dialectos, que volvió a esgrimir su absoluta vigencia para intentar descifrar e interpretar el significado tanto del mundo que nos rodea como del que anida en nuestro interior.
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