Los que nos dedicamos a esto de la critica cultural nos comemos muchas mediocridades habitualmente para no saber reconocer la excelencia cuando la vemos, y, desde luego, para no saber agradecérsela a los artistas que son capaces de ejecutarla mientras miramos entusiasmados desde los asientos, mucho más cerca del público que de ellos, aunque nos pese.
Afortunadamente para nuestro ego -y desgraciadamente para nuestro espíritu-, la mayoría de los conciertos a los que uno asiste -también las películas que uno ve, las canciones que uno escucha- nos colocan en la posición de Jep Gambardella en ‘La Gran Belleza’, cuando asiste a la exhibición de una artista performática tan ridícula como prescindible que encima es insoportable en el trato personal. La medianía general consuela; te hace sentir bien, pero te limita. No es extensiva ni inspiradora. No crea nada tras de sí. La belleza y la ambición, cuando se juntan, sin embargo, son el estímulo más certero. El concierto de El Madrileño en Madrid del pasado sábado cinco de marzo fue la antítesis de la mediocridad, fue bello en el sentido clásico de la palabra, y, por lo tanto, bueno. El público -yo- salimos del concierto distintos a como entramos. Antes de empezar, el ambiente era de nerviosismo, de euforia. Al terminar, solo quedaba un hálito de asombro en la Calle Goya. La resaca silenciosa de ‘La Gran Belleza’. La ambición desmedida y concebida en un bloque de pisos del barrio de Quintana siendo culminada en el WiZink Center.
Historia de la cultura popular en España, o historia de la música española, son algunos de los sintagmas que se han asociado a la figura de Antón Alvarez Alfaro desde que publicó ‘El Madrileño’ hace un año. Pero lo importante de lo del sábado noche es que fue la culminación de una historia que hemos tenido el placer de vivir en directo desde hace casi una década.
Lo grande aquí es la historia de este tipo, que ha venido a ganar mientras los demás miran sin entender nada. Todas las personas de la industria musical en español con las que he hablado en los últimos años -desde un becario a un artista internacional como Polimá Westcoast- están de acuerdo en que Tangana ha cambiado la forma de trabajar de una industria dormida en los laureles. Así, a base de determinación, las grandes personas trascienden su propia figura y se convierten en parte de una narración encarnada en un personaje. Todos hemos asistido a algún momento así. En el deporte abundan, por el componente competitivo. El gol de Iniesta en el Mundial es un buen ejemplo, el triple de Jordan contra los Utah Jazz en las finales de la NBA, otro. No todos son aptos. ¿Qué están haciendo las docenas de nombres que compartieron cartel con Tangana en 2015? ¿Alguno ha llenado un Wizink? ¿Alguno sigue siendo relevante en la cultura popular más allá del nicho -cada vez más limitado- del fandom musical? ¿Dónde están los que lo despreciaron en su momento? ¿Alguno ha alcanzado, en su campo respectivo, el techo de trascendencia de ‘El Madrileño’? Todo es relativo menos el éxito.
Más allá de lo coyuntural, de lo narrativo e incluso de lo histórico, la parada del ‘Sin Cantar Ni Afinar Tour’ en Madrid fue artísticamente inapelable. C. Tangana juega con la sociedad del espectáculo y con una propuesta que mezcla la música con el cine y el teatro. El artista se ve pequeño en persona, pero el artista a través de la imagen, que es lo que ha empleado Tangana toda su vida, se ve gigante, acaparando todas las miradas. No hay en este show ningún ejercicio de nostalgia, ni ninguna autoindulgencia por el pasado. C. Tangana se reconoce como El Madrileño y apenas concede una canción previa a 2020. A punto de llorar todo el rato, notándose protagonista, en el filo entre la persona y el personaje. Sabiendo que tiene sentados a la mesa a artistas que son historia de la música española y el presente de la música en Latinoamérica. La victoria del que ha sido capaz de entender el pasado en toda su dimensión, un pasado al que ha rendido un homenaje tan evidente como el deje de maquiavelismo que hay en todo lo que ejecuta sobre el escenario. C. Tangana tiene 31 años pero el sábado sonreía como un niño feliz que roba una rebanada de pan con aceite y azúcar del plato de su hermana cuando ésta se levanta aún sabiendo que no hay nadie más a la mesa. La belleza que contiene la autenticidad y la picardía cuando se mezclan con la inocencia. ‘La Gran Belleza’, de hecho, de Sorrentino, que en menos de una década ya da sus frutos en otros grandes artistas como El Madrileño, ahora se filma en Madrid y no en Roma.
C. Tangana ha conseguido convertirse en el número uno rectificando el camino que apuntaba en 2015. Un solo contra todos que casi gana pero que resultó insuficiente para auparse en la cima, viniendo de donde venía y sin ninguna operación triunfo que no fuera la suya detrás de sí. Ahora es parte de un todo, de una familia, de un bar de copas sobre el escenario, de un colectivo con alguno de los creativos más destacados de la escena española que giran a su alrededor, casi sin que nos demos cuenta. Tanto apuesta por la difusión entre lo ajeno que dedica parte de su tiempo sobre el escenario a versionar canciones de otros. No quiero arruinar la sorpresa. En este sentido -y de ahí viene el nombre de la gira- tuvo mucho que ver su actuación como outsider en Operación Triunfo cantando ‘Un Veneno’, con la que cierra este show. Ahí comienza realmente esta película que termina con un espectáculo en el WiZink Center donde C. Tangana reivindica la tradición y lo auténtico frente a lo asimilado y lo prefabricado. Lo castizo y lo hispano frente a lo que podría hacer cualquier otro artista que no haya nacido en Madrid y que no haya conocido la Semana Santa de Sevilla. Con este tour, apostando, por otro lado, por lo que ya sabíamos: la sobremesa del Tiny Desk, las colaboraciones, el escenario de club de Scorsese y de Lola Flores,… C. Tangana asume su papel en la historia por hacer lo único que solo podría hacer él: usar el pasado para hablar del futuro.
Habrá quien diga que no es para tanto. No les crean, se equivocan. Son los mismos que, hace cinco años, dudaron de él. A la gente que no arriesga le cuesta muy poco equivocarse.
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