El azar ha querido que el mismo día que "Rough and rowdy ways" cumpliera tres años, su autor lo presentara en el Kursaal de Donostia. En un plano más personal, aún faltaban dos días para alcanzar los 42 años de la primera vez que pude ver un concierto de Dylan. Fue en el Estadio Municipal de Toulouse, y Zimmerman estaba próximo a publicar "Shot of love" (12 agosto 1981), del que ya adelantó allí tres temas, y por lo tanto su última edición era "Saved" (20 junio 1980). Y con su "Gotta serve somebody" dio comienzo aquella noche, que luego salpicó con muchos de sus, digamos, grandes éxitos ("Like a Rolling Stone", "Man Gave Names to All the Animals", "Maggie's Farm", "Simple Twist of Fate", "Ballad of a Thin Man", "Girl From the North Country", "Knockin' on Heaven's Door", "Mr. Tambourine Man", "Just Like a Woman", "Forever Young", "Blowin' in the Wind", "Don't Think Twice, It's All Right"...). Es decir lo que podía esperarse de un histórico de su altura. Porque en aquel junio de 1981, Dylan sumaba 40 años y una veintena de álbumes, y además de estar rozando el final de su discutida y luego alabada trilogía cristiana, era considerado ya una especie de dinosaurio, incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos que marcaban el estallido del punk, la new wave y todas sus variantes. (Si alguien tiene curiosidad por comprobar mi entusiasta crónica de aquella primera vez, compartida con el amigo "Bolo", puede rescatarlo de las páginas de la revista "Muskaria").
Los tiempos han cambiado, que alguien dijo. En 2023 Dylan es otro y quizá nadie como él para entender el principio de incertidumbre. Y es otro por derecho propio, un otro que por un lado se amolda a su condición biológica que prácticamente le impide tocar la guitarra para centrarse en el piano, a veces sentado, a veces de pie. Pero sobre todo es otro porque cada noche tiene su misterio, al que persigue con delicada y pertinaz euforia de un joven adulto de 82 años. Para empezar se centra en su último álbum que revisa de cabo a rabo, todas sus canciones excepto los 17 minutos de "Murder most foul", quizá por su extensa duración, pero no para reproducir lo grabado, sino para transformarlo y muchas veces hacerlo crecer. Reniega de la copia para convetirse en el crooner errático, ronco y aristado que siempre pretendió. Así la canónica "Goodbye Jimmy Reed" adquiere un nuevo vuelo, "Key west", esa prueba singular de dream folk pasaporta al placer del llanto, "Crossing the Rubicon" se ralentiza otro poco, "False prophet" se sostiene en su letanía y sus ténues punteos, "Mother of muses" se pasea por un estado de canto casi fúnebre, etc, etc.
Otra parte del set lo constituyen los rescates de "Shadow kingdom" (concierto de 2021 convertido en disco y película) con algunos clásicos de perfil medio. Abre con "Watching the river flow" y su voz casi tapada, asunto solucionado ya en la siguiente "Most likely you go your way and I'll go mine" donde se "luce" al piano entre punteos etéreos, una fronteriza "When I paint my masterpiece" con armónica y violín, o "I'll be your baby tonight" introducida con suave percusión. Ya en la parte final rockeriza moderamente "Gotta serve somebody" ("Slow train", 1979), y se despide con una sentida "Every grain of sand", de "Shot of love", curiosamente el álbum que tenía previsto en 1981. Sabido es que el único titulo que cambia de un concierto a otro, es la canción 14, y esta noche recurre a "That old black magic" de Johnny Mercer, que no es primicia (está en su álbum "Fallen angels", uno de los dedicados a Sinatra).
¿Pero dónde está entonces la gracia del asunto, más allá de unas canciones u otras, cuándo además faltan todas aquellas que le hicieron célebre entre el gran público? Pues en que este Dylan vespertino, acompañado en penumbra, cual instalación artística, de un quinteto que le rodea y casi se le arremolina en círculo, aunque esto suponga que alguno actúe de espaldas (Bob Britt y Doug Lancio, guitarras, Donnie Herron, steel guitar y violín, Tony Garnier bajo y Jerry Pentecost batería), engendran algo único, que amalgama y engulle las materias nobles del s. XX (blues, country, rock, swing, gospel...) sin aparcar en ninguna. Baladas que no son exactamente baladas, medios tiempos que no son exactamente medios tiempos, ensayos magistrales y libertinos de una música emancipada y de texturas mántricas que desde una retaguardia se aproxima a un hilo de vanguardia personal que te atrapa y no te suelta, y que hace que casi dos horas pasen en un santiamén. Una música liberada de estribillos o cánones, de gente coreando, hablando o dando palmas; pequeñas suites en permanente experimento sin aproximarse al concepto como tal, pero a años luz de deja vues y cómodas reiteraciones de tantos otros. El efecto cuesta explicarlo, se siente o no se siente. Quien prefiera una versión campechana y sumisa de Dylan se ha equivocado de concierto. Este anciano, variable como la luna, no ha perdido el toque juvenil de dar sorpresas, ni olvida que la nostalgia tantas veces obedece a un fake de nuestro cerebro. Lo reseñable de verdad, no es la ausencia de móviles, sino la ausencia de servidumbres.
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