Comenzó la noche con un acústico Calamaro, presentando nuevos temas, atreviéndose con «Can’t Help Falling In Love» y -¡sorpresa!, ¡osadía!- con el «Seven Days» del propio Dylan, en lo que hemos de entender como un gesto de reconocimiento por su parte hacia quien saldría media hora después, abriendo el concierto con una versión de Grateful Dead. Aparecía Dylan de negro, acompañado por una excelente banda y dispuesto a enlazar clásico tras clásico, alcanzando el primer punto álgido con «Forever Young»; a partir de ahí el nivel no descendería, y frente a mis temores por un posible set acústico parecido al que hizo de su actuación el pasado verano en el Dr. Music un soberano aburrimiento, Dylan echó mano de la electricidad para tocar todos los palos: el rock’n’roll más clásico, el folk siempre omnipresente y el blues. Se permitió el lujo de reinventarse, de interpretar «Like A Rolling Stone» de manera comedida, guardando las distancias, recreándose luego en un épico «Blowing In The Wind» exento de cualquier recuerdo hippie. Un set que premió el repertorio clásico para satisfacción del público asistente, relegando «Time Out Of Mind» y sus últimos trabajos a un olvido casi absoluto; el mismo olvido que pone la única tacha al show del autor de «Highway 61» –también excelente para la ocasión-: su duración; apenas noventa y cinco minutos. Cuatro temas más, veinte minutos, era lo único que pedíamos. Por lo demás, lo dicho: inapelable.
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