Tras la ya habitual reunión profesional de la industria de la música que se celebra a lo largo de la semana en el mismo recinto, el BIME cierra sus puertas con el festival Live, que un año más, marca diferencias con el resto de eventos similares por fecha, lugar de celebración e intento de alcanzar un espíritu diferente. Con dimensiones menores que otras ediciones, tanto en número de bandas participantes como escenarios, las cifras definitivas marcan guarismos como 9.400 y 13.081 personas cada uno de los días, y la insospechada capacidad de realizar prácticamente dos festivales en uno. Porque no estaría de más el análisis sociológico de los diferentes mundos que se citan en las propuestas más mediáticas de los dos escenarios principales y la más minoritaria y exquisita del escenario llamado Teatro. Por momentos parecía que ambos públicos pocas veces llegaban a mezclarse, o al menos a intercambiar intereses musicales. Y así, cada asistente, incluido este cronista, optaba según gustos o estados anímicos.
Viernes, 30 de octubre de 2015
Y es que los nombres que ocuparon dicho escenario Teatro en la primera jornada casi fueron capaces de marcar el devenir de todo el festival. Comenzando por el francés Gaspard Royant, prácticamente desconocido por estos lares salvo en sus círculos estilísticos más cercanos. Círculos que se mueven entre el rock and roll más clásico, trufado del espíritu lúdico del doo-wop, el 60’s beat mirando a los ojos a la década anterior, los crooner de orquesta de los 50, los movimientos twist de un Chubby Checker o nuestro ye-yé más desenfadado. Y sin embargo el inicio con “Back to where we aim” le emparenta directamente con el rock americano, y “All the cool in you is me” bien podía haberla cantado Dave Edmunds. La banda superó con nota y rabia sus continuos problemas con el amplificador de la guitarra solista, su versión del “Heatwave” de Martha & The Vandellas resultó refrescante y una casi broma como “Marty McFly” les conectó con la frikada de las últimas semanas.
Continuando por el londinense Benjamin Clementine (en la foto), que seguramente alcanzó los momentos más intensos e hipnóticos de todo el festival. El acercamiento a él puede venir de muchas maneras, y en todas uno se encuentra con el absoluto poder del magnetismo. Ya sea a través de su imagen, vía fotografías o la portada de su debut “At least for now”; ya sea a través de unas canciones que soportan la carga de dramatismo de una vida compleja, que recuerda traslados de ciudades, familias, acoso escolar e incluso etapas sin techo; ya sea por un directo donde alcanza esas cotas que funden el magnetismo con la hipnosis. Sentado sobre un taburete que deja las teclas del piano a la altura de sus rodillas, teclas que alcanza con unos larguísimos brazos y dedos de las manos, su atuendo, descalzo y con un abrigo sobre torso desnudo parece retrotraer a aquellos días callejeros, pero también enfatizar el aire teatral de toda la actuación. Ya sea de pie, de espaldas al público, con su hierática figura recortada sobre fondo rojo mientras el batería se emplea en sus tambores, o en las fantasmagóricas apariciones de éste por entre el juego de sombras de los focos. Pero Clementine es capaz de convertir su histrionismo en magia, de sacar chispas a una garganta prodigiosa, de acercarse a las almas tanto de Edith Piaf como de Antony Hegarty, y convertir en algo teatral desde la misma quietud canciones como “The people and I”, “London” o el cabaret operístico en el que convierte “Adios”, mezclando entre ellas desde el soul al jazz más libre. Un concierto de esos que se recuerdan pasados días, semanas y meses.
Avanzando por el americano Sam Beam, siempre parapetado tras los efluvios acústicos de Iron & Wine, y con la soledad de su guitarra y sus canciones. Así que sin entrar en el disco de versiones que acaba de grabar con el cantante de Band of Horses, Ben Bridwell, ni en los acompañamientos instrumentales de su último trabajo, “Ghost on Ghost”, sí es capaz de desnudar al completo canciones de éste como “Caught in the briars” o “Lovers’ Revolution”, para demostrar las conexiones ocultas con sus primeros inicios. Aquellos discos que nos recuerda a base de los susurros llenos de melodía pop con “Naked as we came”, “Boy with a coin” o ese delicioso “The trapeze swinger” con el que abre el concierto, que lo mismo trae aires a Simon & Garfunkel que al Neil Young más íntimo. Y eso que a pesar del susurro vocal y musical por entre el que se mueve, resulta cercano y divertido, riendo cuando equivoca un “Everyone’s summer of ‘95” o con la emoción brotando en “Fever dream”, mientras se impone el deseo de sentirlo en un escenario más pequeño.
Y terminando con el también americano Matthew E. White, que si bien pareciera complicado el trasladar al directo la orgía de sonidos que abundan en sus dos fantásticos discos, “Big Inner” y “Fresh Blood”, sí consigue con la sola ayuda de dos guitarras, bajo y batería alcanzar la textura orgánica de sus canciones. Igual de barbudo y melenudo que siempre, pero con bastantes kilos menos, su directo ofrece una lucha entre sus tonos de voz más susurrantes, casi ininteligibles, con los que comienza “One of these days” y el chorro de voz que acto seguido es capaz de contraponer, además de sus habituales “mmmm”, dulces en “Take care of my baby” y falsetes varios. Y entre funk y soul sudando a pantano, como en “Fruit trees” o los aires sureños que impone a una larga, exuberante y espectacular “Big love”, llega a un brillante final, en el que el groove de una pedazo canción como es “Rock & Roll is cold” levanta de sus asientos y pone a bailar a media platea, demostrando que al menos su rock’n’roll lo es todo menos frío.
Mientras tanto, en los escenarios principales y entre tanta emoción y sensibilidad como la desprendida en el Teatro, apenas pudimos observar un rato dos propuestas de esas que ocupaban el segundo lugar en los caracteres del cartel. Por un lado Los Planetas (en la foto inferior) repetían una presencia habitual en los últimos meses por estos lares, y tal vez por ello daban la impresión de haber encendido varios pilotos automáticos. La gente obviamente disfruta de sus muchos himnos, pero hasta llegar a ellos parecen perderse en su propio mundo que, a base de ambientes planeadores, se aleja de la psicodelia para acercarse peligrosamente al sinfonismo. Y Stereophonics saltaban quedones, épicos, resultones, sobrios, pero sin riesgo y lineales. Cierto que canciones como “Maybe tomorrow” son coreadas a voz en grito, pero resultan más digeribles, es un decir, cuando sacan el lado eléctrico.
Y finalizaban la jornada los inopinados cabezas de cartel, los londinenses Crystal Fighters. Seguramente, no sería justo juzgar a una banda por su autodeclarado espíritu vasco, más allá de su origen geográfico; ni por ese inicio con sus buenos minutos de txalaparta; ni por salir envueltos en la ikurriña; ni, en definitiva, por conectar con el sentido social de buena parte de los asistentes, unido a sus ganas de juerga, claro está. No, no sería justo para con la música en sí. Pero resulta que si despojamos de todas esas cosas a Crystal Fighters y tratamos de analizar exclusivamente sus canciones y sonidos, tal vez nos llevemos la sorpresa de quedarnos a dos velas. Ese es su problema, o tal vez su virtud: el de ser una banda de fiesta, y cada vez más. Oiga, que tampoco pasa nada por ello en un mundo en el que apenas se venden discos, pero es que cuesta imaginarse a alguien pinchando canciones de ellos en casa sin pegar saltos y botes. Canciones como “Solar System” con la que abren un concierto que tendría bengalas y fuegos artificiales y gigantes balones de playa, mientras la gente bailaba, se abrazaba, bebía, fumaba y, quien podía, besaba. ¿Algo que objetar a ello? Pues seguramente nada, estamos viendo a las cabezas de cartel de un festival, y la palabra lo deja claro. Claro que tras alguna de las demostraciones de emoción pura que acabábamos de vivir en el escenario Teatro, resultaba complicada la transición. Y que conste que allí también se había bailado. Pero la gente buscaba fiesta, ¿no? Nada que objetar entonces a los bailes tribales de “Follow” o a la locura de “Love is all I got”, encumbrando la distracción a base de himnos propios.
Sábado, 31 de octubre de 2015
El sábado comenzaba con todo un ejercicio de estilo, pero de los que dejan huella. Y de los que, a su manera, incitan igualmente a la fiesta. Y es que a pe sar de los problemas técnicos de la inicial “Knocking the dust”, para cuando Pokey LaFarge la emprendió con la rítmica “Something in the water”, ya los pies no podían parar de llevar el ritmo. Como un Gardel trasladado al oeste americano, con sombrero ladeado y bufanda, y acompañado de una superbanda de guitarra, batería, contrabajo, bajo y dos instrumentistas de vientos varios, su añejo sabor, vintage y retro, demuestra que tiene alma y carnosidad a base de melodías sencillas y conocimiento, mucho conocimiento, del medio. Swing en “Wanna be your man”, jazz-blues en “Bowlegged woman”, aromas mexicano-españoles en “Goodbye Barcelona”, bluegrass en “Actin’ a fool”, country puro en “Stranger” o instro-surf desértico en la pieza instrumental, lo suyo es como una fiesta sobre el Mississippi en la que incluso suena el “Carmelita” de Warren Zevon. Imparable.
Como imparable es la fuerza, contundencia y garra de las cuatro chicas que responden al nombre de Savages (foto inferior). Primero, da gusto ver una banda completa de componentes femeninos en un panorama tan sorprendentemente masculino hoy en día como el del rock. Segundo, y obviando su género, si juzgamos su música, hay que descubrirse. Y hay que hacerlo si lo que te gusta es el sonido herrumbroso del after-punk, la fuerza bruta del punk de “Hit me”, el siniestrismo propio de los 80 de “Shut up”, tal vez con mayores gotas góticas, la chulería de la impactante cantante Jehnny Beth en “City’s Full”, arengando a la gente para no ser zombies a pesar de la fecha de Halloween, el bramido riot grrrls de “Fuckers”, que dedican en castellano a las mujeres, pidiendo que no dejen que los cabrones les jodan, y en definitiva, la rabia, fuerza, distorsión, oleada orgánica pero rítmicamente bailable que en todo caso remite a la mejor época de Siouxie and The Banshees. De armas tomar y de camino a seguir.
Es posible que el cambio fuera algo drástico, pero pasar de los bramidos a las caricias edulcoradas de Villagers, vehículo del irlandés Conor J. O’Brien, tuvo efectos no del todo deseables. Y no es que sus canciones no lleguen a alcanzar el sentido emocional que se les supone a tonadas como “Courage”, la intensidad casi desnuda de “Pieces” o el aire reflexivo y nostálgico, basado en un dulce soft-rock, de “The soul serene”, por ejemplo. Pero es que cuando casi al final presenta un “Hot scary summer” dedicada a los corazones rotos, no puedes dejar de pensar en que lleva casi todo el set centrado en ideas similares, y que han terminado por resultar algo repetitivas. Geográficamente es muy fácil acercarle a la propuesta de su compatriota Glen Handsard, a pesar de que su personalidad sin duda merecerá otra escucha en contexto distinto.
Y para sorpresa, al menos de este cronista, la soledad de lo acústico se trasladó a los escenarios principales de la mano del británico Richard Ashcroft. Quien fuera cantante de The Verve se presentaba acompañado exclusivamente de una guitarra acústica, y ya desde el principio dejaba clara su autoconfianza para enfrentar a un auditorio gigante desde la soledad, anunciando que no habría ninguna versión, ya que confiaba en sus propias canciones. Esa erigida autoayuda parecía confirmarse cuando afirmó que si en el BIME se había hablado sobre música, eso era música, él era música. Pero Ashcroft, a pesar de algún titubeo en “The drugs don’t work”, se mostró bien de voz y centrado en buena parte del repertorio de una banda que seguramente había sido crucial en el desarrollo musical de buena parte de los que coreaban “Space and time”, “On your own”, “History” o, por encima de otras, un sentido “Lucky man” y un “Bitter sweet symphony” que hizo que cientos de teléfonos trataran de grabar el momento.
La banda de las Vegas Imagine Dragons (en la foto superior) con sólo dos discos en su haber, ejercían de estrellas no solamente del segundo día, sino del cartel completo del festival. Millones de discos vendidos avalaban tal envergadura, y la mayor multitud de los dos días frente al escenario principal confirmaban la selección. Hasta ahí, todo claro. Pero habrá que analizar la música. Y es ahí donde nacen los manierismos de quienes parecen tener bien marcado hacia dónde ir, objetivo que no viene tanto por la música como por el supuesto éxito masivo. Por ello, comienzan con “Shots” totalmente entregados al baile pop de base electrónica, dejando claro que ahí ya no quedaba ningún aura rock, por más que cuando llega el turno de “I’m so sorry”, traten de emular sonidos clásicos a golpes de distorsión. Pero lo que sale de un escenario pletórico con un buen juego de luces y proyecciones no es otra cosa más que AOR blandengue y previsible, ese rock adulto ejecutado en este caso por jóvenes y dirigido a jóvenes, pero que parecen querer evitar cualquier atisbo de riesgo. Que realicen una versión casi vocal del “Forever Young” de los ochenteros Alphaville deja bien claro el canon musical que les guía, por mucho que el popurrí de guiños les lleve del indie épico a la masa coral de estadios. Normal que todo parezca venirse abajo con éxitos propios como “Demons” o “Radioactive”. No tan normal que estos sonidos sean pasto de multitudes tan amplias. O tal vez sí.
Sallie Ford, ya sin sus antaño habituales The Sound Outside, se hace acompañar ahora de la segunda all-girl band del día, y ha cambiado su imagen con guiños a la inocencia de los 50 por pelos largos y casi ojitos a Janis Joplin. Pero más allá del ritmo imparable de una canción como “Coulda been”, incluida en su último disco, los rocks vitaminados de los que hace gala o el pop de aire garagero que siempre le ha acompañado, es cuando se escuchan viejos éxitos, menores pero inolvidables, como la imparable “Danger” cuando uno recupera el valor de Sallie Ford. Y para finalizar, los pantaloncitos cortos, correrías y bailes descoyuntados de Nic Offer inician el reclamo funk y disco que siempre ha acompañado a !!!, plagado de hip hop, electrónica y cuanto elemento lúdico consideren para ampliar su propuesta. Seguramente algo lineales, pero basan su jarana y aires de fiesta en base a la música, sin otros artificios. Y si encima tocan en la ciudad protagonista de su single “Bam City”, su éxito está asegurado. Nada le gusta más a un bilbaíno que le reconozcan el botxo.
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