Siempre he considerado aquello que dicen algunos de que resulta imposible entender los fenómenos generacionales, si no formas parte de la franja de edad concreta que está viviéndolo, una demostración de pereza más que intelectual, emocional. Lo único que me transmiten esas palabras es que nos hemos planteado poco qué fue lo que nos movió a nosotros en nuestro momento a sentirnos fans a muerte de algún artista. Otra cosa será que podamos empatizar más o menos con cantantes con los que llevamos tanta diferencia de edad como me pueda llevar yo con Billie Eilish. Pero entender qué es lo que la generación Z –y no saben lo mucho que me molesta utilizar este tipo de conceptos reduccionistas en una crónica– siente con ella debería resultarnos sencillo.
Cuando escucho a Billie Eilish, una chica a punto de cumplir los dieciocho, escucho a una adolescente que transmite sus problemas como muchos otros lo han hecho antes, solo que desde la perspectiva de los tiempos que corren. A Eilish la pueden asfixiar la ansiedad y el insomnio, puede sentirse pérdida a la manera en la que se sentía la generación emo apenas unos años atrás, en la que el sad trap lleva unos pocos años esparciendo por parte del globo terráqueo o puede sentirse tan superada por las dudas como no hace tanto Lana Del Rey. Hay tristeza en muchas de sus canciones, pero también mucha rabia y desencanto. Otras formas, otros sonidos, la misma sensación de estar luchando contra un mundo que no te entiende, con su parte de candidez y su parte de angst teenager. Por ello Billie Eilish no es como Miley Cyrus a su edad. A día de hoy no tendría demasiado sentido ser Hannah Montana, sino que le encaja más ser la chica oscura de la clase y que sus fans se identifiquen con ello, como hubo en los ochenta quien quería parecerse a la Allison Reynolds de “El club de los cinco”, quien en los noventa quería vivir eternamente en una película de Tim Burton o quien, a finales de la primera década de dos miles, se identificaba a si mismo como uno de los “little monsters” de Lady Gaga. Ya existen otros artistas con los que disfrutar de nuestros días luminosos y nuestras alegrías (entiendan ese “nuestros” a placer, sean posmillenials o no); así que dejemos que sea Billie la que nos permita gritarle al mundo sobre nuestras tristezas, nuestras desequilibrios emocionales y nuestras pesadillas. Eso es lo que –imagino– pensaron en algún momento tanto los millares de teenagers –chicos y chicas por igual– que se dejaron la garganta en el barcelonés Palau Sant Jordi, como algunos de sus padres y madres, y como algunos de nosotros, quienes podría dar la falsa impresión de que veíamos los toros desde la barrera.
Y sobre todo, a la hora de hablar de nuestra protagonista de hoy, no caigamos en el error de confundir al personaje con la persona, por mucho que algunos aspectos se entrecrucen. ¿A dónde voy con esto? Pues sencillamente a que Billie Eilish, sobre el escenario no es para nada una persona retraída y tímida, sumergida irremediablemente en los laberintos más oscuros de su mente. Más bien lo contrario. A cualquier asistente, desde el minuto uno, le queda claro que la californiana tiene energía, fuerza y ese talento especial que se requiere para que enfrentarte a dieciocho mil personas con una pierna herida y poco más respaldo que tu hermano Finneas y un batería, y salir victoriosa. Todo eso, lo confirmamos aquí, lo tiene. Y también la capacidad de salir al escenario brincando algo torpemente a la manera de la Björk de los tiempos de “Debut” con “Bad Guy” y, apenas media hora más tarde, abrazarse al micrófono sinuosa y seductoramente, echarse cómodamente en una marypoppinesca cama voladora junto a su hermano o acabar más tarde dejándose la piel sobre esa misma cama –en uno de los momentos más logrados escénicamente del concierto–, para volver de nuevo a los bailes desenfrenados en el cierre definitivo de su show –con “Bad Guy” sonando atronadoramente por segunda vez en la PA–.
Esta vez, a diferencia de su anterior paso por Barcelona, también sumaron mucho las proyecciones tenebrosas que acompañaron en casi todo momento, pero no le restemos mérito a ella. Como ahora vivimos en un mundo en el que la desconfianza está siempre a flor de piel y en el que la conspiranoia se suma día tras día a nuestra lista de generadores de ansiedad gratuitos, lo sencillo sería dudar sobremanera del talento de Eilish, poner en tela de juicio lo que puede ofrecernos una chica de diecisiete años artísticamente hablando. Pero mira por dónde, si algo tengo claro es que si alguien ha apretado fuerte para que Billie Eilish sea un producto internacional que funcione comercialmente, no solo ha acertado en su inversión, sino que ha dado con un diamante en bruto que, ojalá sea así, aprenderá a pulirse por si mismo. Si en cinco años se ha echado a perder, no me busquen, pero háganlo si quieren dar con un defensor de quién es a día de hoy.
A mi modo de ver, lo peor del concierto y, en realidad, lo peor de Billie Eilish en general es una parte de su repertorio. Aunque la excitación del público pudiera hacernos pensar en lo contrario, a Eilish le falta todavía material lo bastante sólido para que un show de hora y media aproximada no se resienta fruto de las canciones elegidas. Porque, aunque algunos de sus más apreciados medios tiempos funcionen la mar de bien en estudio, el encajar demasiados durante un mismo show lo partió casi en tres: Un arrollador inicio con “Bad Guy”, “My Strange Addiction” y “You Should See Me In A Crown”; un dubitativo nudo que fue desde “I dontwannabeyouanymore” hasta “When The Party’s Over”, en el que faltó algo y también sobró algo; y un apoteósico final con “Bury A Friend” y, como bis, nuevamente un “Bad Guy” con la gente todavía más entregada que al inicio. Sé que, en el fondo, no es culpa suya, sino de la afinidad que siento personalmente por una de sus facetas en detrimento de la otra, pero no puedo evitar pensar que lo que aporta por un lado es mucho más de lo que aporta por el otro. Quizás el tiempo lo solucione y nuestros caminos acaben uniéndose más que distanciándose. Hace unos meses, la propia Eilish le contaba personalmente a nuestro apreciado redactor: “No quiero hacer la misma canción una y otra vez”, y ahí esta la clave. Mientras cumpla su promesa, ahí estaremos algunos de nosotros para respaldarla.
Alguien me puede decir como se llama el tema que sonó justo al encenderse las luces después del concierto? Gracias