Si hubiera que personificar las esencias musicales de los Estados Unidos -ese país duro, despiadado, brillante y monstruosamente contradictorio- el de Maryland tendría muchas papeletas de ser el elegido: algo así como el inesperado sucesor de gigantes como Dylan o el canadiense Neil Young.
¿Exagero? En una soberbia hora y media de magisterio y autoridad artística, Bill Callahan y sus tres musicazos -batería, guitarra solista y saxofón- nos llevaron de viaje por los desiertos de Texas, el delta del Misisipi y las grandes praderas; los paisajes más agrestes y bellos de la canción norteamericana de hoy y de siempre. Con sus luces y sombras. Así, como si tal cosa. Literalmente sin despeinarse. El aspecto juvenil del compositor enfundado en su chaqueta negra de cantante de country, el modo con que revive ensimismado su repertorio y acaricia su Telecaster, incluso esos bailecillos extraños con los que se divierte solo: todo corresponde a un artista nato incapaz de dar gato por liebre, no digamos impostar. Que, además, ya no es el hosco artesano de pequeñas gemas de indie folk lo-fi de los 90: es un clásico cómodo en su piel que no se ha dejado por el camino el humor seco y sutil que caracteriza sus textos.
Hacía un tiempo largo que no pasaba por Madrid: casi una década, si los rastros digitales de Internet no mienten. El de Maryland ha ido engordando su discografía con álbumes siempre notables o sobresalientes que apenas se mueven de su personalísima manera de entender la americana, aunque desde hace bastante tiempo se nota que las turbulencias de antaño quedan cada vez más atrás, gracias a su feliz vida familiar. La fiera ha sido amansada, pero no ha perdido colmillo artístico.
Esta vez no era un teatro el recinto que acogía su música. Presentaba “YTYLAER” (es decir, “Reality” al revés), otro magnífico despliegue de emociones y sutilezas sin aspavientos que se beneficia de la sabiduría de quien conoce su oficio y se mueve como pez en el agua en los diversos registros de la música norteamericana. Un doble elegante sin una nota de más, que sigue la estela de unos últimos trabajos en los que arropa sus canciones con músicos que aportan una calidez que eleva sus composiciones.
Pero es que como les pasa a los grandes, Callahan -presencia imponente- se crece sobre el escenario, recreando esas pequeñas-grandes historias que son sus canciones. Su voz de trueno manda e impone, no podía ser de otro modo. Y el swing del tremendo batería australiano Jim White (Dirty Three, Springtime), que baila como nadie sobre los timbales, le saca maravillas a su Slingerland dorada, un sustrato de lujo para las evoluciones de guitarra solista y saxofón. Los tres visten los textos del norteamericano con dinámicas amplísimas, de la calma contemplativa a puntuales tormentas de ruidismo casi post-rockero. No echa de menos el bajo. Y dentro del nivel sobresaliente llegan momentos mágicos, como las largas relecturas de “Coyoyes” -¿la mejor canción de su nuevo disco?-, o de la eterna “Drover”, quizá lo más cerca que ha estado de un estribillo para tararear. Aunque el grueso del concierto se centra en sus últimos dos trabajos, Callahan, que había arrancado con una versión de Carly Simon -“Haven´t Got Time For The Pain”, toda una declaración de intenciones-, recupera hasta tres cortes de su pasado como Smog.
Y apenas abandona su amable laconismo para dudar de si el concierto es el segundo o tercero de la gira europea (era el segundo con la gente de pie, aclaró al saxofonista) y dar las gracias a un “público maravilloso” que apenas protestó ante la ausencia de bis (al parecer, por exigencias de la sala). Afortunados serán los que tengan el privilegio de pasar otra tarde con él en estas próximas semanas.
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