Bill Callahan en Barcelona, un lunes, y a dos días del arranque oficial del Primavera Sound. Está claro que no era el mejor día, pero ¿alguien pensaba que iba a ser un obstáculo para llenar la Sala Bikini?. Evidentemente no. Aunque su popularidad no sea la merecida, mucha gente sabe que Bill Callahan es ya un clásico de nuestro tiempo.
El músico de Maryland subió con puntualidad al escenario, poco tiempo después de la breve actuación de la telonera Sophia Knapp. Ya estaba allí, luciendo un traje beis, con su serenidad habitual y con una plantita a su lado (quizás un amuleto). A diferencia de su actuación en la Sala Apolo en febrero del año pasado, Callahan se presentó en formato trío, acompañado por el batería Neil Morgan y el guitarrista Matt Kinsey. Se colgó una guitarra española y se hizo el silencio, solamente truncado por el ruido del sistema de refrigeración de la sala. No tuvo que hacer ningún esfuerzo para ponerse el público en el bolsillo, ya lo tenía ganado de antemano. Todo el mundo sabía a lo que venía. Empezaron a sonar los primeros acordes de “Riding for the feeling” y la sala entera tragaba saliva y enmudecía cada vez que entonaba una nueva estrofa. Bastaron las siete primeras palabras “It’s never easy to say goodbye…” para saber que sería un concierto memorable. Aquella voz, ahí, a escasos metros. La voz encantadora de serpientes e hipnotizadora de personas. Aquella que acaricia suavemente los oídos y consigue removernos enteros, de pies a cabeza.
La dinámica durante las dos horas de concierto fue la alternancia entre canciones de su reciente “Apocalypse” (Drag City, 2011) y el penúltimo “Sometimes I Wish We Were An Eagle” (Drag City, 2009) con algún puntual rescate de Smog, su anterior proyecto. Se notaba en su expresión facial. A escasos días de cumplir los 45, Bill Callahan ya ha enterrado los fantasmas que lo atormentaban en el día de ayer. Esta vez no fue esquivo con el público, su amabilidad fue más allá de agradecer aplausos, también contó una anécdota que le sucedió en Barcelona, cuando se perdió y encontró a un chico que le dijo: “No me gustas, pero a mi novia sí”. No fue el único gran momento de la noche. Callahan empalmó “Too many birds” –la canción más emotiva de su penúltimo disco- con “America”, la más excitante de su última entrega, que en directo sonó aún mejor, sobre todo gracias al trabajo de su excelente guitarrista y el batería Neil Morgan que llegó a tocar directamente con las manos, y hasta desplazó la batería de sitio en el tramo final del concierto. Se podía apreciar un interesante contraste entre la contención de Callahan y la emoción de Morgan. Después de una hora y media larga sin tregua, llegó el momento final de los bises. Primero, “Rococo Zephyr”, un tema en el que se asomó el fantasma de Nick Drake en el ambiente, quizás por la combinación entre la guitarra española y la tendencia de alargar las palabras al cantar. Aún fue más inmenso cuando continuó con otro clásico. ¿Y es que hubo algún tema que no fuera un clásico? Era la brisa de aire de “The wind and the dove”, y el concierto ya se esfumaba para terminar con un regalo para los fans de toda la vida. “Battysphere” de Smog, interpretada por un Bill Callahan casi arrodillado (no fue el único rescate de Smog en todo el concierto, también habían sonado antes “Our anniversarie” o “Let me see the colts”).
Callahan es un artista de primera división, debería ser venerado por una audiencia más allá del público indie. La Sala Apolo y la Bikini se han hecho pequeñas ante su grandeza en sus dos últimas visitas a Barcelona. La próxima, debería ser en El Palau de la Música o L'Auditori Al salir del concierto, el pánico y las dudas se apoderaron de mí. ¿Y si este ha sido el mejor concierto de la semana? No, el mejor tiene que suceder en el Primavera Sound. El concierto de Bill Callahan ha sido el mejor del año.
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