De emociones y milagros
ConciertosBilbao Blues Festival

De emociones y milagros

8 / 10
Kepa Arbizu — 03-08-2022
Fecha — 29 julio, 2022
Sala — El Arenal, Bilbao
Fotografía — Dena Flows

A rey muerto, rey puesto, reza el refranero popular. Y eso es lo que se puede aplicar a la situación derivada de la triste desaparición del consolidado y alabado Festival de Blues de Hondarribia, que no pudo superar ni el receso obligado por la pandemia ni los desencuentros con los estamentos públicos, dejando huérfana de su presencia a la bella localidad guipuzcoana. Pero quien fuera su máximo responsable, Carlos Malles, no ha sucumbido a las inclemencias sanitarias ni burocráticas (difícil discernir cuáles son más perniciosas), y su empeño por promocionar el género negro por excelencia le ha llevado a organizar en la capital vizcaína, tomando como centro neurálgico, que no único, El Arenal, la primera edición del Bilbao Blues Festival. Heredando de alguna forma la idiosincrasia de su anterior proyecto, para esta ocasión se ha mantenido la actitud de abordar dicho estilo musical con ánimo didáctico (además de conciertos la agenda contaba con coloquios) y expansivo, convirtiendo el cartel en una caleidoscópica muestra de representantes como reflejo de las infinitas formas de ser tocado por el influjo del blues.

Viernes, 29 de julio
Qué mejor manera de afrontar la apertura de un evento de estas características que apostando por toda una declaración de principios sobre la naturaleza del mismo. Y eso es lo que representaron precisamente Micky & The Buzz, mecidos en una de las ramas más cercanas al epicentro en el árbol genealógico del blues: el rock and roll clásico, que junto al rockabilly y por supuesto una actitud explosiva, son los principales alimentos de este cuarteto de origen internacionalista pero afincado en la escena vasca.

Superados unos primeros momentos de indecisión causados por problemas técnicos, la banda pudo destapar de la mejor y más contagiosa manera todas sus virtudes, sustentadas en una vibrante base rítmica, la portentosa guitarra de Carlos Beltrán y la carismática y desinhibida actitud de una frontwoman como la italiana Micky Paiano , que posee la virtud de ejercer un absoluto control sobre el escenario. Fue precisamente con su grito contra la violencia machista, manifestado en la rocosa "Strong Woman", el que desencadenó un ya imparable repertorio. Piezas que servían al mismo tiempo para descifrar sus influencias y mostrar el rodillo personal al que son sometidas, como atestiguaron el “Funnel of Love” de Wanda Jackson, sumergido en un ambiente casi surfero, un "Justine" de Bill Haley & The Comets llevado a su máxima expresión o el clásico 'Wasn't That Good', interpretado en otros muchos por sus adorados Stray Cats, que se convirtió en toda una incitación al baile. Una fiesta colectiva a la que no pudo faltar como invitado el acento aportado por su cantante a la hora de sacar a relucir su origen transalpino, ya fuera con una canción de cosecha propia, "Fetta di limone", o el éxtasis colectivo que supuso la archiconocida "Tintarella di luna", de Mina. Coronaban así la siempre difícil papeleta de inaugurar un festival, encomendación solventada con nota por una banda que encendió la mecha con talento y energía.

El primer contacto con el blues en su esencia más pura iba a llegar de la mano de Ronnie Baker Brooks, músico oriundo de Chicago, y que más allá de sus credenciales hereditarias (es el hijo de Lonnie Brooks), su estilo clásico ligado a los popes de dicha localidad no le impide manufacturarlo bajo una visión actual y particular. Su exquisito y punzante manejo de unas seis cuerdas en las que resuenan las pulsaciones de su propio padre, BB King u otros "reyes" como Freddie y Albert, le permite desenvolverse con facilidad entre diversos ámbitos, siempre respetando el influjo de la ciudad del viento, como el funk de "I Got the Blues", con el que inició el idilio con el público, o la más clásica "Give My Your Heart", origen de virtuosismos varios que afianzaron la estrecha relación que se iba a mantener entre ambos lados del escenario y que iría in crescendo con temas que saltaron del soul pasional a lo Otis Redding (“See You Hurt No More”) al boogie hercúleo de "All True Man", y sobre todo de la mano de versiones tan populares como el “(I Can't Get No) Satisfaction” o el más logrado “Miss You”, también de los Stones, al que sacó mayor jugo, a las que se sumó un descomunal e intenso acercamiento al “Let Me Love You Baby”, de Buddy Guy. Tal fue el nivel de empatía nacida entre artista y oyentes, que éste acabó bajando al foso, entre la algarabía del respetable, para hincarle el diente a su guitarra . Dosis perfectamente equilibradas de calidad, emoción y espectáculo que impiden poner ninguna mácula a una actuación perfecta.

Si veníamos de presenciar el buen, y necesario, manejo de la relación con los asistentes, tan imprescindible en este tipo de formatos , lo que a continuación sucedió con Dana Fuchs resultó la otra cara de la moneda. Y no fue por una cuestión de desidia de la de Nueva Jersey, al contrario, su sobreexcitación en busca de interactuar con un abarrotado recinto se convirtió en su lastre particular. En lo que respecta al plano estrictamente artístico, su opción por enfundarse el manto de desgarrado blues-rock emparentado con el rock setentero y con la figura de Janis Joplin, y virtudes le adornan para poder hacerlo, significó privarnos de otro tipo de matices que incluye su rango interpretativo.

Ya desde un inicial medio tiempo con poso épico, “Ready to Rise”, quedaron claras sus intenciones musicales y oratorias, dedicando soliloquios constantes a todo tipo de temáticas, ya fuera el sexo, la familia, la oposición a la guerra, practicar el castellano... No hubo temática que quedar intacta en su afán discursivo, que como es lógico alargaría hasta las dos horas y cuarto un show en el que por otra parte pudimos disfrutar de la potentísima “Long Long Game” o de la insinuante y atmosférica "Sedative".

Fue, tras una íntima y preciosa “Faithful Sinner", con la llegada de la versión del “Nobody's Fault but Mine” , de Otis Redding, a la que encadenó “l Smell Trouble”, de Ike & Turner, cuando afloró su faceta más soul y también su interpretación más apoteósica. Una batería de adaptaciones a las que incorporó el “Home Is Where the Hatred Is" de Gil Scott-Heron, de la que se embebió de su envolvente ambiente, o la más popular de Queen “Under Pressure”. Tal fue el despliegue de chillidos hasta ese momento que su vuelta al escenario la hizo, quién sabe si para paliar una voz que ya daba signos claros de escasez, con una triada estilísticamente entorno al country, donde destacó la preciosista “Battle Line” y que culminó con el clásico "Ring of Fire" de Johnny Cash. A pesar de las capacidades innatas que demostró Dana Fuchs, se impuso la sensación de que una mayor contención en todos los aspectos habría hecho brillar un repertorio que así lo merece.

Sábado, 30 de julio
La segunda jornada del festival, al que ya se habían sumado los conciertos en sesión vermú como charlas y debates, de nuevo fue inaugurada por una banda vasca, en este caso llegada desde Donostia, Noa & The Hell Drinkers. Ataviados prácticamente de negro absoluto, su propuesta sobre las tablas heredó las propiedades de dicho color, ya que su blues sonó elegante, rotundo, orgánico y con una inapelable intensidad. Buen ejemplo del poderío eléctrico y sobre todo de la naturaleza con que bañan sus influencias más tradicionales quedó delatada por la decisión de versionar tanto a Motörhead (casi irreconocible su “Ace of Spades”) como a AC/DC.

Pero donde sobre todo sustentaron su empaque, ya sea a nivel instrumental como en la espectacular voz de Noa, rotunda sin necesidad de más adornos que su majestuosa presencia, fue en su propio repertorio pétreo pero variado, que incluyó momentos de afilado rhythm and blues (“They Call Me Big Mama”); destellos de mambo (“Solo”); un epopéyico intimismo a lo Etta James, “Devil’s Lullaby”, o el rugido hardroquero, tipo Black Crowes, en “Trouble”. Credenciales que sirvieron para convertirles en el gran descubrimiento que muchos cargaron en el zurrón y que sin duda les dejó marcados como uno de los conciertos de este especial fin de semana.

Una de las cosas más gratificantes con las que cuentan los festivales es su capacidad para en un espacio de tiempo mínimo alternar nombres de reciente aparición que comienzan a despuntar en su andadura con la presencia de veteranos maestros, apelativo que sirve de ajustada definición a Bob Stroger, bajista cargado de un currículum en el que se agolpan nombres ilustres. Un reconocimiento que fue homenajeado como se merece por la cabeza visible de la organización, que le concedió una txapela conmemorativa, que no se quitaría en toda la actuación. A partir de ahí, y como si de un oráculo que no necesita hablar ni casi moverse para insuflar conocimiento a los que le rodean, lideró el "supergrupo" Chicago All Star, un nombre que no podía trasladar con mayor justicia el espíritu que englobaba.

Con una formación dinámica en la que fueron entrando y saliendo miembros e intercambiando las labores de interpretación, su cometido no era otro que el de ejercer un sobresaliente magisterio acerca de la historia del blues, recorriendo diferentes etapas y subgéneros, lo que empujaba a la banda a fluctuar en su sonido pero siempre manteniendo su esencia sosegada y pulcra. Un recorrido que cabalgó por los sonidos primigenios de Mississippi John Hurt, con “Baby, What's Wrong with You?”; encumbró a divas femeninas como Etta James o Big Mama Thornton , y su “Hound Dog”, en la garganta de Kimberly Johnson; remarcó la artesanía de Little Walter en “My Babe” o recordó el sonido más urbanita de Jimmy Reed. El colofón a ese mapa sonoro llegó con la canónica “Got My Mojo Workin’”, que reunió a todo el elenco sobre el escenario, artífices de una actuación que se significó como un instante histórico, convirtiendo el Arenal en una gran aula de alumnos boquiabiertos ante la materia ofrecida.

Si de un bar se tratara, no sería mala idea cerrar sus puertas un sábado noche pinchando una canción de , por ejemplo, Tequila. Y esa fue la premisa a la que se encomendó quien liderara dicha formación, Alejo Stivel, y que llegaba al cartel a última hora en sustitución de Raimundo Amador. Pese a las posibles reticencias que su nombre podía acarrear, el sonido de su banda, grueso y rockero, salvó muy bien la papeleta, ofreciéndonos precisamente eso, un rato de diversión y tonadas mil veces aparecidas en nuestras cabezas. Ni incluso la actitud desgarbada del argentino lastró un repertorio que, como él mismo reflexionó sobre el inevitable del paso de tiempo y sus consecuencias, no mantiene ese desparpajo juvenil que por el contrario fue intercambiado por buenas dosis de profesionalidad y presencia, sin dejar atrás por supuesto sus seductoras líneas melódicas.

Si ya el inicio empezó por todo lo alto con temas instantáneamente pegadizos, como “Rock and roll en la plaza del pueblo” o la desvergonzada “Matrícula de honor”, a lo largo del concierto iría intercalando canciones de su disco en solitario, de un calado mas intimista, pero que no fueron sino entremeses para el caudal de clásicos (“Necesito un trago “, “Quiero besarte”, “Dime que me quieres”...) que fueron desgranando para felicidad de un público que implementaba su ánimo, y que al grito de "Salta", se llevaron un divertido y buen sabor de boca. Vivimos uno de esos conciertos que nunca pasan a la historia de los festivales pero que sin embargo resultan indispensables en ellos, asumiendo su función de bálsamo y de congregación de sonrisas.

Domingo, 31 de julio
Si pensáramos en la fotografía que nos podría ofrecer el Arenal bilbaíno un domingo de finales de julio, sería un retrato sin demasiado trasiego de personas, justo al contrario de lo que sucedió el último día del festival, que entre otras cosas, logró cambiar el paisaje de la ciudad, por lo menos en esa zona, donde la gente ya se agolpaba, con motivos sobrados, para presenciar la actuación de Shemekia Copeland, una habitual de nuestros escenarios y que a pesar de ello no le restó interés. La hija del mítico Johnny Copeland se mostró en todo momento afable, con un halo de normalidad que sin embargo se disipaba cuando hacía vibrar, de manera muy particular, su garganta alrededor de una banda perfectamente engrasada y compactada. Si sus primeros pasos funcionaron para hacerse con el ambiente, a través de un blues-rock melancólico (Clotilda’s on Fire”) y otro orientado hacia una faceta funk (“Ain't Got Time For Hate“), fue la sobriedad y el hondo calado de “Married to the Blues” lo que le propulsó de forma definitiva.

Siendo aquellos momentos donde se imponía el elemento emocional los cénits de la actuación, ésta no hizo ascos a ritmos más ligados al rock and roll, que igualmente consiguieron alzar el ánimo del público, sobre todo con el “Pie in the Sky”, autoría de su padre, o con una noctambula "2 AM". Precisamente recobrar el “Guetto Child de su progenitor regaló uno de los momentos más acongojantes vividos en estas tres agitadas jornadas, porque más allá de la belleza intrínseca del tema en cuestión, prescindir del micrófono para interpretarla a capella incrementó toda su dimensión. Desde luego no se había equivocado la muchedumbre que adornaba la Ría, todos los allí reunidos fueron asistentes de un recital mágico y que ponía el listón en un punto muy difícil de superar. Pero tocaba esperar...

Todo festival que se precie cuenta en su menú con uno de esos platos especiales, que si bien están cargados de riesgo, su apuesta resulta siempre una sorpresa, más allá de afinidades mayores o menores. Esta vez el encargado de incorporar el gesto de asombro al público llevaba por nombre Fantastic Negrito, un músico que si en sus grabaciones ya ha dado pistas más que suficientes de su heterodoxia absoluta, en directo completa esa naturaleza excéntrica aplicada a todos los ámbitos; en su forma de interpretar, el contacto con el público y en general todo el show parecía un teatro surrealista y por instantes paródico, donde no había espacio musical de raíz negra que no se colara entre las múltiples caras que poseían sus canciones. Desde los cantantes melódicos del soul, pasando por la vanguardia funk de Sly And The Family Stone o Funkadelic, el magnetismo de Prince, el hip hop o la magia eléctrica de Hendrix fueron parte de esta coctelera agitada en apariencia sin ningún orden pero que en su interior guarda un sentido, anárquico, pero sentido al fin y al cabo.

Lejos de convertirse todo ese totum revolutum en un engrudo difícil de digerir, su especial magnetismo, residente precisamente en su ácrata concepción del espectáculo, consiguió que sus canciones, híbridos difícil de calificar, como “Transgender Biscuits” , “Chocolate Samurai” o “Nibbadip”, que intercalaban en su minutaje todo tipo de acentos y ondulaciones, encandilaran a una buena parte del perplejo público. De esa catarsis por supuesto no se salvaron las versiones de “Ain't No Sunshine”, que mezcló con su canción “An Honest Man”, o un “In The Pines” que si empezó sobrio y agreste terminó alocado; algo parecido a lo que le sucedió con “About a Bird”, que iba para entonación frágil folk y acabó en desbarre.

La apuesta del estadounidense, pese a un contenido donde destacan sus ironías y aparentes incoherencias, articula un discurso racial muy combativo y en su esencia late la necesidad de destruir para crear. Utilizando aquella frase promocional para glosar las virtudes de una famosa folclórica, quizás Fantastic Negrito no cante bien, ni toque ningún instrumento con pericia, pero desde luego, al menos una vez en la vida, hay que verlo.

Tras el viaje surrealista pero del todo satisfactorio, tocaba toparnos con la cruda realidad. Y es que el día antes de la actuación que tenían previstos los Travellin’ Brothers anunciaron la muerte de Unax, joven hijo y sobrino de varios componentes de la banda. A pesar del mazazo emocional que supuso el hecho, la formación decidió seguir con los planes, incluidas las colaboraciones de Mikel Erentxun y Fito Cabrales. Hasta aquí la constatación de una luctuosa y devastadora noticia; a partir de aquí, me llamo Unax y os cuento mi fiesta.

Presentados en formación de once, como si de un equipo de fútbol se tratara, la siempre fabulosa banda vizcaína sigue haciendo méritos para su nacionalización en el estado de Louisiana, dada su manera cada vez más sobresaliente de mimetizarse en una brass band que parece haber mamado ese mezcla de sonidos desde su cuna. De ahí que muchos de los temas fueran interpretados con tanta perfección , desde una arrebatadora en su sensibilidad “Angel Cry” pasando por una rítmica “Goodbye Louisiana”, que con ese frontman que es Jon Kareaga parece imposible no contagiarse de su nervio, o el rock and soul de “Adelene”, donde Inés Goñi, corista junto a Noa Egiguren, se sumó como dupla en la voz principal.

Pero también hay paisajes más allá de esos mágicos pantanos de mil armonías, y en ese caso fue el soul con ADN de la Motown, es decir con ánimo pop, el que dominó en “Everything to Me” o “Movin’ On”, donde uno con poco esfuerzo podía imaginarse al más acaramelado Stevie Wonder. Llamados por el cambio de clima sonoro, llegó la esperada aparición en escena de dos ilustres invitados como Mikel Erentxun, que vio su tema “En algún lugar” rodeado de una amplia sección de metales para más tarde homenajear al Rey, llamado Elvis Presley, con “Burning Love”. Parámetros casi iguales rigieron la aportación de Fito, que escogió de su repertorio “Quiero beber hasta perder el control” para encaramarse posteriormente al “Roll over Beethoven” de Chuck Berry.

Para esos momentos la fiesta ya había comenzado a derramar alguna inevitable lágrima, y no estamos refiriéndonos solo a los propios músicos, porque el estado de empatía que se vivió en la noche es de los que pocas veces se ven. Una comunión nutrida de dolor y alegría, por raro que parezca, pero así son las tradiciones en Nueva Orleans. Con todo, nadie pudo omitir un escalofrío al conocer que el siguiente tema a interpretar, “Midnight Train”, todavía con el “bilbaíno universal” en escena, era el favorito de Unax. Huelga decir que la interpretación de la canción, dado su contexto, se elevó hasta cotas inimaginables, más todavía al incorporar el "When the Saints Go Marching In" con toda el simbolismo contenido. El último regalo que quedaba por abrir era la canción inédita “Space Captain”, cargado de una inenarrable emoción.

Hay cosas que la gente que no siente la música como una parte esencial de su vida no puede llegar a comprender, por eso la mejor enseñanza que podían ofrecer estos tres días de intensas emociones es que el blues, un género nacido en la más absoluta pobreza, se convirtió en una forma de, primero, olvidar esas desgracias y al mismo tiempo convertirse en una celebración de la existencia humana, con todas sus contradicciones y calamidades. Más allá de homenajear y dar a conocer, rompiendo ciertos estigmas, la naturaleza de un estilo concreto y sus sus cada vez más extensas y floridas ramificaciones, lo más importante que nos ha brindado este festival es recuperar la creencia de que hay sonidos, ritmos y lenguajes que son capaces de unirnos para brindar, y también llorar, juntos, incluso para recuperar la fe en los milagros, como ver la Ría de Bilbao convertida en el Mississippi. Y eso prometo que pasó.

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