Todo festival que se precie ha de disponer de una segunda línea de cartelería capaz de hacer las delicias de unos cuantos degustadores de sonidos eternos. Y no tanto por su valor oculto o porque el grupo en cuestión merezca esa tipografía mínima en el cartel, sino porque prestigian el evento con la calidad descomunal de su propuesta. Los californianos Dawes responden perfectamente a estas premisas. Tanto que, de alguna manera, supusieron el momento álgido de la segunda jornada del BBK Live aún abriendo la misma a hora taurina. Dawes reúnen la tradición puesta al día del mejor sonido americano, el que va directamente a los acordes que una vez hicieron grandes gente como Tom Petty, Warren Zevon, Fleetwood Mac o un Jackson Browne con el que han compartido escenario. Con un sonido más rugoso que en disco, su set fue corto, directo, refrescante y con la no tan peregrina intención de situar el rock de raíz en primera línea de un evento que corre por otros derroteros. Abriendo con “From a window seat”, de un último trabajo, “Stories don’t end”, que ya fue un intento en sí mismo de poner al día su propia trayectoria, demuestran que su base está en las canciones, un término tan sustancioso y en ocasiones tan olvidado. Por eso, cuando comienzan los acordes de “Time spent in Los Angeles”, una melodía que hace varias décadas hubiera sido todo un hit, y que hoy mismo es pura ambrosía, uno siente la necesidad imperiosa de volver a saborearlos con la extensión que merecen. Pero apenas tres cuartos de hora después, Dawes volvían a aparecer por el mismo escenario como banda de acompañamiento del cantautor americano Conor Oberst, metido en mil historias, desde Monsters of Folk hasta Bright Eyes, grupo por el que siempre han suspirado luminarias como Bruce Springsteen. Con su imagen de crooner crápula, destila la misma raíz americana que sus acompañantes, tiznada de excelentes gotas de tradición pop. El inicio, con “Time forgot” y la esplendorosa “Zigzagging toward the light”, de su recientísimo “Upside down mountain”, suenan sensibles cuando deben hacerlo, eléctricas por momentos, pero siempre con la melodía como seña de identidad. A petición de uno de los espectadores, interpreta “First day of my life”, una de esas joyas de Bright Eyes que ella misma valdría por todo un concierto, no olvida ninguna de las etapas de su carrera, y cierra lote con el puro country-rock de “Another travelin’ song”, recordando que a pesar de ser hoy en día minoritario, el rock de amplias praderas mantiene intacta su capacidad de expandir almas.
Entre ambos, los jovencísimos ingleses The 1975 no hacen referencia en su nombre ni a su año de nacimiento ni a la música que sonaba en los reproductores de aquella época. Porque lo suyo es pop comercial sin complejos ni complicaciones dirigido directamente a la parte más joven de la audiencia, en este caso mayoritaria. Canciones como “Heart out” o “Girls” conectan a la perfección con los anhelos generacionales de ésta, y por mucho que sean demasiado livianos, siempre estarán un paso por delante de Bastille, otros ingleses que con su mezcla de pop tecnificado con gotas de los 80 y su capacidad coral de estadio en cortes como “Pompeii” alcanzan directamente la nada. En ocasiones hasta pueden traer a la memoria a One Direction, y basta decir que lo más coreado y bailado es “Of the night”, mezcla de varios ritmos tomando como base el “The Rhythm of the night” con el que a principios de los 90 llenaron pistas los italianos Corona. Nostálgica, pero la nada.
Habría que promulgar una ley que prohibiera que el hawaiano Jack Johnson ofrezca un concierto bajo unos nubarrones de cuidado, que finalmente no descargaron. Lo suyo es la placidez soleada de cualquier playa y cualquier jornada estival. En un escenario vestido con el calor de la madera (siempre el calor), dos canciones, una como apertura del set y otra que sonó hacia el final del mismo, resumen toda su filosofía. “Good people” enlaza con el exacerbado optimismo y buenrrollismo de su música, y “Banana Pancakes” con el hedonismo y placidez que transmite. Y entre medias, suena garito, suena taberna, suena pop, suena folk, suena reggae, suena honky-tonk y canciones que saben a éxito. Y suenan guiños implícitos a Buddy Holly y explícitos a un sorprendentemente suave “Whole lotta love” de Led Zeppelin, acompañado el bueno de Johnson, y en más de una ocasión eclipsado, por su teclista, acordeonista, melodicista e incluso excelente cantante Zach Gill, para un concierto que de haber brillado el gran astro hubiera dejado, y de hecho dejó, miles de sonrisas de algo parecido al bienestar.
Se intuían las ganas de ver a uno de los grupos del momento, los angelinos Foster The People. Tantas, que incluso por hora y escenario, ejercieron como prácticos cabezas de cartel. Es el suyo un indie-pop orientado al baile, no exento de melodías y armonías, con más de un guiño a aquellos grupos de los años 80, desde Spandau Ballet al exuberante pop de ABC (en la primera jornada también hubo recuerdos para ellos, por algo será), que funciona a la perfección en canciones como “Coming of age”, la muy discotequera “Call it what you want” y la celebradísima “Pumped up kicks”, su mayor éxito aún no superado. Pero con un dato curioso. Cuando su multiinstrumentista líder y factótum, Mark Foster, agarraba la guitarra, la fuerza, enjundia y hasta cierta suciedad bien entendida aumentaban, haciendo de ellos algo mucho más orgánico y atractivo. Sin aparentes problemas cumplieron con las expectativas generadas.
Y cerraban el escenario principal The Prodigy, supervivientes de los años 90 del sector más agresivo de la música electrónica. Desprenden una energía cercana al punk en cuanto actitud, y entre gritos como “Jetfighter”, “World’s on fire” o “Smack my bitch up”, las palabras fucking y motherfucker adquieren todo el protagonismo repetidas hasta la saciedad. Este simple cronista (de rock) reconoce humildemente su nula empatía con estos sonidos y por ende su absoluta ignorancia para calibrar la excelencia del show, pero sí admite la capacidad de poder calificarlo de contundente.
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