Benjamin Biolay, una gran cita
ConciertosBenjamin Biolay

Benjamin Biolay, una gran cita

8 / 10
Jorge Ramos — 13-05-2010
Empresa — Heineken
Sala — Heineken
Fotografía — Alfredo Arias

En una noche con atmósfera de cita importante, Benjamin Biolay justificó en Madrid su creciente estatus de artista grande y de actual referencia de ese género de múltiples caras que es el pop y la canción francesa. Biolay viaja en el tiempo, actualiza géneros, los mezcla, acude al cine, no duda en incluir ritmos bailables, aturde con su verborrea semicantada, y lo hace sin desmelenarse, manteniendo ese distanciamiento francés que de repente ya no es distanciamiento y es cercanía total y hasta bonhomía. Hay conciertos en los que un final apoteósico hace que olvides punto por punto lo que ha estado sucediendo hasta ese momento. Como en una buena novela, el todo importa más que las partes, y, si hay que escoger entre un buen comienzo y un buen final, no hay duda de que la elección es la línea ascendente. El de Madrid fue un concierto así, in crescendo, enorme por el todo, cuestionable por sus partes. Para el momento de los bises, meciéndose con los acordes de la sudorosa y narcotizante “Padam”, la sala estaba entregada, embriagada ante la extensión de sutiles detalles a la que había estado expuesta durante hora y media. Después llegó la maravillosa “Les Cerfs Volants” (con sámpler de “River Of No Return” en la voz de Marylin Monroe incluido) y el final perfecto con “Brandt Raphsodie”. Hasta entonces, la hora y media de concierto había fluctuado entre la complacencia serena y el sensual vaivén (como ejemplo, “Jardin d’Hiver”), con un sonido quizá demasiado homogéneo, sin brillos agresivos, que llenaba la sala, sí, pero sin soltar los caballos. Destacó “Cherè Inconnue”, que era como Tom Waits cantando en una película de James Bond. También sobresalieron “La Superbe”, recibida como se recibe el reconocimiento de un clásico; “Prenons Le Large”, estupendamente comercial; o “A L’Origine”, en la que por fin algo explotó y todo cobró sentido. A la postre, entre la celebración y la melancolía, ganó la celebración. Que también, quién sabe, es una forma de melancolía.

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