Veinte o doscientos conciertos a la semana. Gente en sitios en todos los lugares. Las mismas caras, los mismos whatsapps (ahora con doble check), el mismo tiempo de espera a que la sala se vaya llenando mientras nos consumimos. Lo mismo pero no siempre igual, porque conciertos como el de ayer de Tinariwen están más cerca de la condición de experiencia que del recital al uso, le devuelven el sentido al acto público, permiten la comunión entre nuestro día a día y el arte extraordinario y cosmogónico.
La formación assouf de Mali nos despedazó con ritmos ajenos y verbo florido (aunque en tamasheq), con su revolución árida y caliente para nuestras almas desiertas, y con el perfecto maridaje entre los efluvios eléctricos y envolventes de sus guitarras (impresionante su bajista Eyadou Ag Leche) con la hipnótica precisión orgánica de las palmas y el djembé.
Desgranaron su último disco “Emmaar”, combinado con otros temas anteriores, yendo de menos a más, comenzando con serenidad, imbricando texturas y armonías, estableciendo estructuras dialogantes y complementarias por voces vividas, profundas, sugerentes, y terminando por todo lo alto con fuzz, sonrisas bajo el turbante y chicas árabes con camisetas reivindicativas bailando sobre el escenario. El concierto terminó pronto y ellos seguirán su camino nómada como lo es su pueblo, pero aquí nos dejaron una experiencia que se quedará con nosotros durante un tiempo.
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