La recta final de la gira Cowboys de la A3 tenía en Murcia dos paradas marcadas en rojo por Arde Bogotá. Lo del rojo no es un recurso fácil, como veremos después. Dos noches en el Palacio de los Deportes rodeados de su público más cercano, el que los ha visto crecer desde su Cartagena natal hasta las cotas que la banda ha alcanzado, ya no solo a nivel nacional (hace justo un año estaban nominados a los Grammy Latinos). A ello había que añadir, y no es poca cosa, la voluntad —y tratándose de Arde Bogotá, la determinación— de dotar estos conciertos de una identidad especial, de un relato escénico que situara cada canción, cada momento, como parte de una narrativa cinematográfica. La misma que describe esa carretera, ese camino que les ha llevado hasta aquí en cuerpo y, sobre todo, en alma, y que se cruzaba con más de diez mil personas en una gasolinera cualquiera de la A3. Pero vamos para dentro.
Con todo el aforo completo, el espacio se viene a negro pasadas las nueve de la noche. Una pantalla que recorre el escenario en formato cinemascope, como no podía ser de otra manera, muestra imágenes que sugieren un tráiler de lo que va a ocurrir en las dos próximas horas. La luna toma posición en esa espadaña que configura otra pantalla circular jalonando un espacio escénico de dos plantas. Hacia nosotros, una larga plataforma se adentra en la pista, como esa carretera a ninguna parte. El suspiro de Antonio y los cinco aparecen de forma escalonada hasta que el riff de “Veneno” dispara todos los artificios. El Land Rover Fighter arranca a toda velocidad y las luces simulan las farolas pasando mientras Antonio entra en el provocador y dice eso de: “Lo que queda entre los dos es el límite de la obsesión”. Obsesión al límite, la que levanta la banda cuando cae ese fa menor de “Abajo” que anuncia un duelo al sol rojo, el que ahora ocupa la linterna circular. “Sí, voy a tener que arder contigo”, deben asentir las primeras filas. Y digo deben porque lo que ocurre en el escenario eclipsa todo lo que sucede entre el público; como si estuviéramos en el patio de butacas de un cine, el público es fabulosamente anónimo, al menos de momento. En las pantallas verticales, como mandan los tiempos, los planos americanos encajan a la perfección, porque ya todo el mundo sabe que estamos ante un western. Para unos, la mirada de Sergio Leone; para otros, la estética de Tarantino. Suena un disparo y Antonio hace los honores, cálido pero no menos desafiante, como un pistolero: “Somos Arde Bogotá, y a Murcia también venimos desde Cartagena”.
Mucha adrenalina y sobresalto que dan paso a la distensión de “Quiero casarme contigo” y “Nuestros pecados”. Rápidamente vuelven al camino y, como si fueran las líneas de la carretera, se desencadena de nuevo una sucesión de planos detalle en las pantallas, entre los que destacan los de Jota en la batería. Suena “Qué vida tan dura” y el Palacio se contagia de ese movimiento. Antonio asciende a la parte superior del escenario y, con “El beso”, llega la noche y el segundo bloque del concierto, el que instala al resto de la banda en un cruce, en una gasolinera.
“Trae tus tijeras y afílalas”, incita Antonio desde el tejado de la gasolinera mientras baja a unirse al resto de músicos, que, entre columnas y surtidores, despachan “Sin vergüenza”. Nada se va de las manos hasta ahora en un show inédito, como lo es “Flores de venganza”, un tema todavía en la recámara y que pudo salir de aquella conversación que tuvo para MondoSonoro Antonio con Josh Homme. El bolo se va haciendo más expansivo con “Big Bang”. Pepe disfruta con su línea de bajo y Dani con la sierra eléctrica. El público cabecea con “Clávame tus palabras” y grita al cielo: “Me haces falta”. Y sí, qué falta le hacía a mucha gente tener un nuevo referente musical, ese que eclipsará la redundante escena indie. Ese eclipse protagoniza el tercer acto, y no podía ser otro que el provocado por “Exoplaneta”. Por si alguien no sabe todavía las coordenadas de ese otro rincón exquisito de la escena murciana, quince mil manos alzan ese 571-/9A.
Con el eclipse casi completo llega un momento reflexivo. Las doce cuerdas reverberan ecos del pasado, de aquel momento seminal cuando de la oscuridad se alumbra una carrera brillante. “Te van a hacer cambiar”, y vaya si lo han hecho desde aquel primer single hasta este último que le sigue en el repertorio no al azar: “La Torre Picasso”. El plan estaba claro, y se cumplió a la perfección. Se abre el eclipse justo cuando levantamos los brazos y gritamos juntos: “Hay que parar el mundo”. Arde el Palacio de Congresos de Murcia, cegado por ese sol que ahora emerge. Se hace la luz: el último acto.
La acústica de “Cowboys de la A3” nos aleja de la gasolinera, que ya vemos por el retrovisor, en otro de esos planos cargados de simbolismo. Dejamos atrás la oscuridad y se abre un periodo donde los astros, Escorpio y Sagitario, se han alineado para que esa apuesta de los cuatro de Cartagena por la música, por el rock, haya sido ganadora. Así lo refrendan Dani y Antonio solos sobre el escenario, dando la bienvenida a La Joven Orquesta Sinfónica de Cartagena, que, lejos de ocupar un foso, se sitúa en lo más alto del escenario, creando ese plano que inmortalizará la noche. “Virtud y castigo” instala el concierto en la épica y refrenda ese juramento de sangre con Dani y Antonio de nuevo como “Copilotos”. Parada en el hotel Flor de la Mancha para reencontrarse los cinco músicos y, junto a la orquesta, preparar la oda definitiva a la amistad, ese “Stairway to Heaven” hispano (como me comenta un amigo), y que roza la solemnidad que Ennio Morricone le daba al género.
La recta final azuza a “Los perros”, que recorren el escenario de izquierda a derecha, y con “Antiaéreo” el concierto aterriza de nuevo en esa sala de conciertos donde la escenografía ha recogido el vasto espacio deportivo. Todos volvemos a reconocernos en ese espacio-tiempo y nos despedimos con “Cariño”, el último baile. Los créditos permiten esos minutos de prórroga emocional para procesar todo. The End.
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