La primera velada de los británicos Arctic Monkeys en Madrid se saldó con un triunfo por goleada. El cuarteto -con el apoyo sutil de otros tantos músicos sobre el escenario- tiró de repertorio de sus siete álbumes para ofrecer un apabullante despliegue de potencia y elegancia, sobreponiéndose a la acústica del gigantesco recinto madrileño. Lástima que sólo se les pueda disfrutar en entornos tan amplios. Son las leyes del mercado.
Sobre los británicos planea una especie de sospecha desde que hacia 2018 decidieron cambiar el rock frenético y rítmico de riffs secos por las canciones teatrales y atmosféricas, salidas de la versión ideal de una fiesta ofrecida en su mansión del Mediterráneo por un playboy en 1972, que llenan sus últimos trabajos. Se dice que ya no es lo mismo, que el grupo se ha rendido a las obsesiones del frontman Alex Turner, que aburren a las piedras, que esto es como The Last Shadow Puppets. Bueno. Lo cierto es que si continuaran apostando por la velocidad y la visceralidad de su etapa juvenil, probablemente lo tendrían más fácil. Pero parece darles igual. Y no me parece mal planteamiento. Demuestra que tienen personalidad. Que disfrutan yendo a contracorriente. Que se conocen al dedillo la Historia del pop. Además, es que para tirar de contundencia ya tienen sus (excelentes) canciones antiguas.
No sé si me lo invento, pero creo recordar que ya hace años se dijo que Arctic Monkeys eran el último gran grupo de rock británico. Grande, en el sentido de aunar calidad y alcance masivo, en un linaje que iría, por ejemplo, de The Who o The Kinks a Oasis y Blur y por fin ellos. Y es cierto que desde su irrupción ninguna banda de aquel país ha tenido su alcance, ni de lejos. Viendo el amplísimo espectro de público que se reunió en Madrid -de mujeres bien de mediana edad a chicas y chicos muy jóvenes codeándose con viejos rockeros empedernidos-, todo esto tiene su lógica. Por alguna razón -quizá su imagen vintage y la atemporalidad de su sonido-, llegan a todo tipo de paladares. Si Arctic Monkeys son el canto del cisne del rock como medio de expresión para las masas no es mal final, a tenor de lo visto en Madrid.
Desde Oxford, el pelirrojo Willie J. Healey y su banda prepararon el ambiente con un puñado de canciones clásicas de pop amable con trazas soul vintage, muy bien recibidas por el ya nutrido público congregado en la pista y las gradas.
Los de Sheffield salieron atacando los aires góticos de la oscura “Sculptures of Anything Goes”, para acto seguido demoler el recinto con “Brainstorm”. Fue toda una declaración de intenciones, porque de eso iba a tratar su actuación, de combinar su lado más sensible, romántico y peliculero con el rock asilvestrado a la yugular. Encontrando un equilibrio ideal, sin desmayos. Puede que Alex Turner -gafas de pera y camisa de vividor, peinado de otra época, carisma natural- y sus compinches hayan decidido vivir su propia película en la Costa Azul francesa de principios de los setenta en lugar de en la gris Inglaterra de los council flats; hasta los efectos de vídeo que aplican a las imágenes que salen en tiempo real de la pantalla circular parecen salidos de un programa antiguo de Top of The Pops. Pero cuando hay que darle duro a las guitarras lo hacen como casi nadie, con guiños incluidos a Black Sabbath. Ésa es la grandeza actual de la banda, que es perfectamente capaz de pasar de cero a cien en pocos segundos y sin que la cosa chirríe.
Turner manda con una naturalidad aplastante, lanzando algún guiño en castellano (“¡Sí, señor!”), y preparándonos para una noche memorable. En realidad, de eso y no de otra cosa va su música, y se agradece; si uno le quita la parafernalia setentera de la ropa y la puesta en escena, no cuesta ver a un jovencísimo Alex buceando en su cuarto en la inagotable Historia del rock, y pensando frases o riffs para impresionar a la chica de turno. Sería un crimen, en todo caso, no destacar el trabajo de toda la banda, desde el tremendo batería Matt Helders, uno de los pilares del grupo, al guitarrista Jamie Cook.
Y es imposible no rendirse a canciones eternas como “Crying Lightning”, “Fluorescent Adolescent” y su maravilloso estribillo, “Do Me a Favour”, la sofisticada “There´d Better Be a Mirrorball” o “Do I Wanna Know?” con su riff sensual, interpretadas en plenitud. Son canciones que reinterpretan las esencias atemporales del pop y el rock cuando se hace desde las tripas y el cerebro. La demoledora larga coda de “Body Paint”, de su último disco, antecedió un bis de tres canciones. Y claro, terminar con “I Bet You Look Good on The Dancefloor” y “R U Mine” es un truco infalible. Al menos, si se hace con la convicción abrasiva de los británicos.
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