Un ring de lucha libre ocupa el centro del Palau Sant Jordi. “Catalans i catalanes, ara tot” anuncia una voz en off, justo después de recitar el palmarés de Arcade Fire. Los de Montreal atraviesan la pista, fervientes, enfundados en trajes brillantes e impregnándonos de esa magia festivalera que desprenden de forma innata. “Reyes del indie, presidents del pop”, reza la voz en off. ¿Realmente hay alguien que les cuestione esos títulos pocos días después de llenar tres noches seguidas el wembley arena? Los de Montreal llegan dispuestos a defenderse como campeones.
Tras su visita en el último Primavera Sound y tras un concierto antológico en Razzmatazz en 2016, parecía poco probable que la banda alcanzara en esta ocasión esa intensidad más íntima de sus últimas visitas. La presunción es debida a su último disco “Everything Now”, que a pesar de acertar en el tono festivo en el que se han asentado desde “Reflektor”, no consigue conquistar de forma rotunda como sí lo hicieron sus tres primeros álbumes. Las dudas se disipan con los primeros acordes de “Everything Now”. Embriaga todo el recinto de esa euforia pegajosa de la que no te puedes desprender en las dos horas de concierto.
Se acercan a las esquinas del ring, piden más para romper con las barreras impuestas en los grandes eventos. Regine Chassange se convierte en un ser eléctrico en “Electric Blue”, baja del escenario. Pasea, canta y baila entre los pompones frenéticos de unos fans. Encandila. No será la única vez que nos sumen a su celebración del ahora. cantan a dos voces Chassange y Win Butler en “It’s never Over (Oh Orpheus)”, cantan Chassange y Win Butler a dos voces entre el público, como un retumbo: “It’s never over, it’s never over too soon”.
Se recrean en el juego de intensidades. Los momentos más cándidos y bailables se entremezclan con la nostalgia reconfortante de “The Suburbs”: aquí los coros al unísono se tornan en una añoranza rara. Arcade Fire son capaces de apelar al lado más emocional sin decaer en espectáculo, con un Win Butler en medio del escenario, tocando en un piano giratorio. Algo similar ocurre en “My Body Is a Cage”, que se clava gélida en el pecho con solo ver como se disponen en forma de barrotes los focos que rodean el escenario. Un escalofrío.
Uno tiene derecho a ser escéptico con Arcade Fire. Se han convertido en un auténtico fenómeno, ya no necesitan discos que apasionen como sus tres primeros para seguir autoproclamándose los reyes del indie. A estas alturas de su carrera, existía un riesgo muy real de presenciar un concierto mecánico, de esos en los que los engranajes son bien visibles. Por momentos podemos ver el patrón, con el baile de cintas de Chassange o el esperado cierre con “Wake Up”. En este caso particular las piezas encajan de forma natural, como una dinámica adquirida y no un guión estricto. Arcade Fire son contagiosos, y hacen que quieras vivir en esos coros para siempre. Te fascinan con una simple indicación, un Turn on your lights que obedecemos e incandescente ilumina todo el Palau. Son capaces de hacer que constelaciones enteras caigan sobre ti al ritmo de “Reflektor”. Te erizan la piel cuando cantas con ellos (y otros miles de personas) “Rebellion (Lies)”. Arcade Fire son ese “Wake Up” final, que resuena desde el principio del concierto y estalla con la Preservation Hall Jazz Band acompañándolos en el escenario. Retumban aún los coros porque Arcade Fire son el aquí y ahora. Y ahora, todo.
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