Alt-J son una banda extraña. Asistir a un concierto de los ingleses supone presenciar un despliegue creativo tan personal y único que uno no puede más que rendirse ante una muestra de talento tan excepcional. Un talento que les convierte en auténticos bichos raros dentro de la industria musical actual, capaces de conciliar una carrera artística de personalidad tan marcada con el éxito de público del que disfrutan desde hace ya años y que, a tenor de lo ofrecido en su concierto en Madrid, tiene pinta de seguir creciendo exponencialmente.
Con un Wizink Center (en su versión reducida) hipnotizado desde los primeros acordes de Deadcrush y envueltos en un espectáculo de luces tan fascinante como efectivo, los de Leeds ofrecieron un repaso a sus enormes tres discos a lo largo de una hora y media de preciosismo instrumental y de ejecución tan perfecta que por momentos no parecía humana, con un sonido espectacular en todo momento y un Thom Sonny Green desatado, ofreciendo una clase magistral de clase y creatividad detrás de la batería. Prácticamente inmóviles durante todo el concierto, resulta sorprendente que el estatismo casi robótico de la banda consiga lograr cotas de emoción y de conexión total con el público como las vividas en temas como Fitzpleasure o Breezeblocks (uno de los mejores momentos de la noche).
Marika Hackman Foto: Mariano Regidor
Se encargó de abrir la velada la también inglesa Marika Hackman con su pop de aires intimistas y arrebatos guitarreros, con un pie en el folk de raíces bucólicas sesenteras y otro en el pop británico deudor de Smiths o The Cure. Pese a hacer un concierto más que correcto, su actuación no dejó de ser un mero trámite ante el apabullante plato principal de la noche, y es que lo que nos mostraron Alt-J fue a una banda en estado de gracia y un espectáculo medido hasta el más mínimo detalle en el que todo funciona, desde los susurros y las atmósferas intimistas de 3WW o Taro hasta los momentos más eufóricos y bailables de Left Hand Free o Dissolve Me. Todo funcionó a la perfección, desde las melodías imposibles de The Gospel of John Hurt hasta la preciosa y coreada Matilda, con su fallo al arrancar y todo: suenan bien hasta cuando se equivocan. La ovación que se llevaron de despedida al finalizar esa hora y media de magia sólo se puede calificar de justa y merecida.
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