En el mundo de la música tan peligroso es quedarte limitado a los rigores de un estilo en concreto, como moverte entre dos aguas y caer en tierra de nadie. Esto segundo es lo que le sucede a Algiers. Demasiado modernos para los amantes del soul-punk garagero y demasiado crudos y agresivos para los indies más sibaritas. De lo contrario no se entiende que una banda de su nivel, que atesora tres notables discos, no pueda aspirar a algo de mayor tamaño que la pequeña sala 3 de la Razzmatazz. Lo positivo del asunto es que verlos desarrollar su aplastante directo a tan corta distancia no hace más que agigantar el efecto catártico que logran con esa montaña rusa de groove en la que se convierte su música en directo. De hecho se podría decir que son mucho mejores sobre las tablas de lo que logran en sus discos.
La propuesta de Algiers se convierte en una atronadora bola de fuego en la que su potente y aguerrido soul-rock resalta por encima de todo, ofreciendo una faceta mucho más orgánica y menos efectista que en sus discos. Mucho más auténtica. Ya de entrada inician su bolo con un “There Is Not Year” que invita a la participación en los coros y que nos muestra que se van a dejar de florituras electrónicas. Han venido a convencer, quizás sabedores de que su visita al Primavera Sound de hace más de tres años, a una hora que no invitaba demasiado al descontrol, nos dejó con un mal sabor de boca que había que mitigar como fuera. Suena “Black Eunuch” de su primer álbum y el publico no se lo piensa dos veces a la hora de acompañarlos con sus palmas. Hay entrega por todos lados y se agradece, porque la participación de todos hace que la experiencia sea todavía más intensa. Franklin James Fisher oficia con solvencia de maestro de ceremonias en su faceta de cantante tan apasionado como entregado a la causa, pero también sabe ejercer de solvente pianista a la hora de encarar un medio tiempo como “Hymn For An Average Man” que ofrece un poco de relax en el set. Será un espejismo pasajero porque pronto el grupo volverá a escupir su música de forma afilada.
Y así, casi sin darnos cuenta, el bolo de Algiers llega a su fin. Ha sido poco más de una hora que ha volado a la misma velocidad con la que los estadounidenses han desplegado sus armas sobre el escenario. Un lugar en el que han reconvertido sus canciones en otra cosa. En algo mucho más tangible y a la vez más negroide. Si alguna vez se les pudo acusar de ser una banda formada con cierto artificio, pasan la prueba del algodón del directo con mucho más que sobrada solvencia. Disfrutan y hacen disfrutar, logrando aquello que buscan: la comunión en intensidad con su público sin importar demasiado qué tema esté sonando, porque es el sonido lo que se impone por encima de las canciones. Por eso la sensación que te queda al salir de la sala, se aproxima más a la de una sesión que a la de un bolo. Y ese es el principal acierto. Lograr mantener un umbral de intensidad siempre arriba sin ofrecer apenas descanso. Esta vez sí, la sonrisa va de oreja a oreja.
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