No explotó el Kafe Antzokia de Bilbao, pero se podría decir que sobrevivimos al Blow Up. En su quinta edición, cuatro bandas de diferentes orígenes y raíces, todas con pedigrí, completaron un cartel que prometía mucho rock and roll y dolor de piernas al final de la noche. Y así fue.
Con el propio Ignacio Garbayo instalado en el medio, abre la noche la banda que lleva su apellido. Además de tener al batería en la retaguardia, Garbayo se escolta a la derecha con el guitarrista Pit Idoyaga y el bajista Lander Moya, también en Sonic Trash, mientras que, a la izquierda, se coloca Alfredo Niharra, detrás de su teclado, aunque luego hará uso de otros instrumentos, incluso, como hace en Lee Perk, acabará tocando la guitarra. En otras palabras, la banda tiene currículo y, además, jugaban en casa, porque daba la impresión de que mucha gente en la primera fila había venido a verlos específicamente a ellos.
Hicieron un repertorio reconocible, con alguna inclusión nueva. Tocaron varias canciones de la anterior banda de Ignacio Garbayo, los Zodiacs. Además de “Chica normal”, que podía esperarse, creo que también recuperaron “La carretera del norte” y “Kowalski”, ambas con aroma a road movie. Y ya que lo he dicho, aunque no vayamos en orden, ellos mismos explicaron que “Invadiremos Europa” era nuevo material, anticipo de un disco que se espera pronto. Triunfó, porque es pegadiza y efervescente, y a los amantes del indie y del powerpop les entra como agua fresca cuando hay sed. Triunfó por eso, no porque Garbayo nos invitara a imaginarnos a Netanyahu y Putin magreándose: “estampa guapa”, lo llamó él.
Ya que he usado esas etiquetas musicales, que sientan flojas de tanto usarlas, recurro a ellas – lo fácil – para decir que por esos terrenos se movieron. Uno que tenía al lado reconoció a The Hives en una canción, otra murmuró Deluxe, y creo que yo mismo dije Teenage Fanclub cuando pensé que aquello era un juego y me iban a eliminar. Fuera lo que fuera, ellos son música lozana y briosa que, si estás por la labor, te incita al movimiento y te invita a salmodiar. El grueso del repertorio tenía origen en “La onda expansiva”, su último disco hasta que salga el próximo. Por mencionar alguna, diría que destacó, por ejemplo, “Esperando el fin del mundo”, donde bajaron un poco la intensidad; o “Mejillas”, aunque sea solo porque lo del “Cristo de los Faroles” se pega; o una “Gato!” que empezó Garbayo reposándose la púa en la lengua, con la boca bien abierta como si estuviera comulgando, para tener las manos libres y dar palmas animando al personal. Mientras cantaba esta última, Garbayo arañó el aire, gesto que ya había hecho antes.
El final quedó ascendente, con Niharra a la guitarra prestada. Arrancaron “Iron man (Menear mi cuerpo)” y siguieron arriba, en la cumbre, al explotar todos juntos con “Muévete”.
El siguiente turno era para los Dustaphonics. Se presentaban en formato de cuarteto, con, por supuesto, Yvan Serrano a la guitarra. Para los que los habíamos visto antes, quedaba la duda de lo que veríamos ahora, porque los Dustaphonics se caracterizan por una formación cambiante, con múltiples reemplazos. No estaba la vocalista con la que les habíamos visto en otras ocasiones, pero Lise Dellac, a la que conocíamos por casualidad gracias a su trabajo en John A.L. Society, encajó en un repertorio que nos pareció más crudo y garajero que en anteriores ocasiones. Eso sí, igual de eficiente y contundente. Desde abajo, y bajo nuestro prisma particular, pareció que les costaba encontrar el punto de cocción adecuado. Cuando se sintieron cómodos y conectaron con el público, lo hicieron, en mi opinión, a través de la inmediatez.
Empezaron con guiño a los Ramones y con los chicos solos en el escenario. Luego salió Dellac, mientras Yvan Serrano miraba por encima de la montura de sus gafas, que conseguiría colocarse sobre el puente sin soltar el mástil, en un gesto que es solo un pequeño detalle de su maestría con el instrumento, gran protagonista de la noche, nuevamente en mi opinión. Su forma de tocar es muy particular. Tiene un estilo propio con el que es capaz de moverse entre el surf, el garaje de los 60 y el punk de los 70, sin dejar de producir un sonido limpio pero seductor.
Presentaron alguna canción nueva. Y creo que no me confundo si afirmo que al menos una fue en francés. Entre el resto, sobresalieron muchas, que cogieron vuelo y enardecieron a la gente, más allá de su reconocible “Party Girl”. Por poner algunos ejemplos, destacarían la intensidad de “Hey Sister Hey” o “Big Smoke London Town”; pero también podría haber elegido otro clásico como el “Rockin’ Boogaloo”. Por supuesto, se reconoció y se gritó a pulmón el “Hey Bo Diddley” que se marcó a la voz Yvan Serrano mientras Lise Dellac le acompañaba con percusión ligera.
En la rampa final, Dellac confesó que era su primera vez en Bilbao, Serrano se lució con la guitarra en una densa y sinuosa instrumental, y, después de dar las gracias varias veces en euskera, nos quitaron el miedo con una triunfante despedida en la que enarbolaron el puño prieto y la primera fila acabó vitoreándoles.
Había más, por supuesto. Es tentador empezar el resumen de la tercera actuación, diciendo que Howlin’ Jaws fueron la sorpresa agradable de la noche. Los tres jóvenes franceses ya habían visitado Bilbao antes, pero, de alguna manera, se descubrían para el gran público en el escenario del Antzokia. Desde el rockabilly de sus inicios han avanzado hacia un garaje con querencia expansiva y psicodélica, rebozado en osadía, algo que aparentemente encandiló al respetable.
Tienen poso, se saben los trucos de la profesión y, sobre todo, que siempre es lo importante, atacan con buen arsenal: canciones repletas de brío que son capaces de sorprender mientras se desarrollan. El batería, a quien felicitamos en dos idiomas después de que el bajista se chivara de su próximo cumpleaños, se mostró tan efusivo como la música de la banda, llegando a encaramarse, en varias ocasiones, a su instrumento – con lo que dedujimos que era su set, aunque igual no lo era, pero incluyo el comentario para aplaudir la curiosa decoración del parche, con una hiena fosforita cuyas patas se movían al son de la vibración del bombo. No solo se subió ahí, también brincó a uno de los pedestales esquinados del escenario. En otra ocasión, se postró en el borde de las escaleras, con los brazos en alto. Golpeó platos de pie. Y recibió elogios de su compañero en la sección rítmica cuando confesaba las canciones que había compuesto. No fue el único protagonista: el guitarrista tampoco estuvo quieto, que terminó un par de veces abajo, luciendo solos que luego terminaba por explotar arriba. El vocalista, pluriempleado con el bajo, solía darse la vuelta cuando terminaban una canción, y aún le temblaba el cuerpo con el meneo de lo abandonado. Eléctricos, vamos.
Al principio, destacaron temas como “Through My Hands” o “Lost Songs”. Más adelante, otros como el dilatado “Bewitched Me” o una “Down Down” con la que nos dijeron que teníamos que bailar, sí o sí. Y sí se bailó, y a alguno o alguna le dio un tabardillo, que, con el latiguillo de los primeros acordes, de la emoción, se cayó una cerveza y estalló allí mismo, como una confirmación absoluta de lo que congeniaban público y banda. Del entusiasmo, quizás, al guitarrista se le rompió la cincha de la guitarra mientras el batería, en primera fila, pedía palmas. Llegaban, juntos, dos temas como “Healer” y “Heartbreaker” que apuntaban al clímax final, en descenso con “See You There”, pero colmando con explosión final gracias a una “Mirror, Mirror” que arranca templada, pero luego se infla con vapores escapistas.
A esas alturas, ya se barruntaba una larga digestión, pero quedaba el postre, y no era ligero. Ya lo tienes que saber: desde Muriedas, Cantabria, repartiendo grasa saludable desde 1986. El propio Hendrik Röver nos lo recordó, cómo no, que tocaba la ración de unos Deltonos que no defraudan, ya los pongan últimos, primeros, o de entremés. En formato trío, su formato actual, repasaron el surco que dejan en la tierra las raíces del rock, paseándose también por el bosque del blues, siempre con buen sonido e impoluta ejecución.
No hubo espacios vacíos ni áreas de descanso en una actuación con repertorio variado, plagado de clásicos, porque llevan tanto tiempo facturando buenas canciones, que ya da igual retrotraerse treinta que un par de años, todo lo que van haciendo tiene ese aroma a estándar que hay que aprender de memoria. Da igual que pertenezca a la parte del set que Röver se hace con telecaster o a la parte que completa con una flying v y el dedo enguantado en el bottleneck. En uno o en otro, canciones como “Qué podríamos hacer”, “Discotheque Breakdown”, “La reina del adiós”, “Los buenos tiempos”, “Listo”, “Gasolina” o “Soy un hombre enfermo”, que vienen de épocas y discos dispares y no están ordenadas en consonancia con el repertorio del Blow Up Fest, coinciden en poseer ese aroma a artesanía, a la vigencia de las cosas que se hacen con las manos y sin presunción, creo yo, que igual me equivoco, aunque me da igual, igual que les pasa a ellos, que lo explican antes de tocar “Correcto”: “hacemos esto porque creemos que es lo correcto”.
Arrancan el final con “Hey gente” y lo cierran en inglés. Por cambiar esta vez, sin embargo, nos fijamos en la primera, con su tono conversacional y el aplastante alegato que, de alguna manera, cuando la tocan, parece acabar fehacientemente demostrado. Es decir, en verso y grabado suena bien, pero cuando lo cantan en directo es como la demostración científica definitiva: el rock no ha muerto y no parece que lo vaya a hacer, al menos, mientras ellos sigan subiéndose a un escenario.
Subiéndose la cincha por encima de la cabeza para reposar la guitarra y despedirse con un giro de muñeca, a Hendrik Röver le dio tiempo de dejar una perla al vuelo: “Si queréis discos… en Power Records” y luego creo que añadió que era la mejor tienda de Bilbao o quizás del mundo entero, que, en realidad, viene a ser lo mismo, ¿no? Para entonces, ya sonaba en el equipo un Chuck Berry que parecía anunciar que la fiesta, en realidad, empezaba entonces. El rock, con sus diferentes matices, había resonado durante varias horas seguidas en el Antzokia y, a buen seguro, hasta al mismo padre del rock’n’roll le hubieran dolido las piernas después de la cuádruple sesión. Pero siempre hay ganas de más.
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