Aunque esta última etapa artística de Carlos Giménez (Madrid, 1941) esté caracterizada por una gran producción en la que prima más la cantidad que no la calidad, ello no empaña que nos encontremos ante el historietista español más importante de la segunda mitad del siglo XX. Si hubiese justicia en este mundo, si más no: justicia artística, contaría ya con el Premio Cervantes o con el Gran Premio de la Ciudad de Angoulême; y aunque ninguno de ambos premios parece que vaya a laurearlo será más por olvido y descuido de dichos premios que no porqué le falten razones artísticas para merecerlos.
Giménez ha sido un historietista de series y aquí cierra una de ellas. Es una serie de historias cortas de los profesionales de la historieta que durante los años sesenta y setenta se dedicaban a trabajar para el extranjero mediante agencias artísticas. Básicamente, es una serie de humor dónde se cuentan las desgracias, las trapisondas y las tropelías de unos jóvenes que ganaban y gastaban dinero fácil, pero obtenido con esfuerzo, en una época en que en España había mucho trabajo, pero hacían falta muchas horas extras para que los trabajadores obtuviesen un sueldo digno. En este epílogo, titulado La última cena de los veteranos, presenta una historia larga en la que cuatro dibujantes se reúnen en el Bar Lola para hablar de sus cosas y sus batallitas; esto es, de su pasado y de un presente marcado por su vejez y por un mundo que no entienden. Es un tebeo que presenta un tono distinto, menos de comedia que en los cinco anteriores. En lugar de unos personajes que buscan la felicidad viviendo a tope el presente, nos encontramos a un cuarteto que se pregunta: ¿Dónde estaba realmente la felicidad?
Son ochenta páginas en las que Carlos Giménez se deja influenciar por el estilo del dibujante francés Gotlib, y dibuja muchísimos primeros planos y manos que gesticulan. Es un tebeo lleno de diálogos que como tebeo no funciona mucho ya que gráficamente es muy repetitivo. En cambio, hay en él una portentosa obra de teatro escondida. Con unos diálogos que no hay que tocar y que muestran a unos personajes anclados en el pasado y sorteando el paso del tiempo y los achaques que van haciendo mella en ellos. Ahora que en el teatro se pone en escena de todo, aunque no sean obras de texto dramático, sería de justicia que alguien se atreviese a subir este cómic al escenario. Hay también una mirada sobre la España franquista y naturalmente sus protagonistas son vejestorios, pero no siempre lo fueron y guardan una dignidad que no es posible ignorar. Y por último, hay un homenaje al cómic mediante el canto de cisne de una generación que hizo el paso del cómic como entretenimiento al cómic de autor como expresión artística; de la que Carlos Giménez fue el pionero y líder. Un testamento profesional y un sentida declaración de amor al noveno arte.
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