En primer lugar, atiendan sobre todo a las fechas en las que se desarrollan cada uno de los episodios que completan este nuevo trabajo de Adrian Tomine. Solamente así se entenderán los problemas con su apellido, su inseguridad, sus torpezas absolutas. El genio nace, obviamente, pero la persona tras ese genio se hace, poco a poco, a fuego lento, como cualquier otro ser humano.
En segundo, habrá quien interprete algunos momentos de este “La soledad del dibujante” como un extenuante ejercicio de falsa modestia por parte de su creador, algo que me parecería un error. Soy más bien de la opinión de que Tomine rastrea a lo largo de su carrera de dibujante para dar con momentos que puedan tener chispa (o cierta chispa por lo menos) para ser contados en unas pocas páginas. Y es que, por mucho que la cultura de masas haya acabado convirtiendo a nuestros ojos a todo tipo de artistas en una suerte de estrellas, es totalmente cierto –y son legión los dibujantes de cómics que lo subrayan– que no hay faenas más solitarias y anodinas por tanto a la hora de contarlas que dibujar páginas y páginas sobre una mesa mal (o bien) iluminada, en un rincón de la casa y, en los casos más frenéticos, con algún niño o mascota pululando más cerca de lo recomendable del espacio de trabajo. Así que no culpen a Tomine por no tener una vida tan excitante como la de una estrella del rock en gira por países exóticos y en pleno subidón de drogas. Dicho esto, hay que ver lo mucho y bien que Tomine exprime esos momentos, esos pequeños y minúsculos conflictos a partir de los que se genera la acción de cada uno de estos capítulos o episodios.
Usando páginas tramadas como si de un auténtico libro de notas o sketches se tratase, Tomine busca que veamos las páginas de “La soledad del dibujante” como un trabajo menos riguroso que sus predecesores. Le quita hierro al asunto. Algo similar a lo que ocurre con sus personajes, que se quedan más que nunca en lo esencial, en los rasgos principales, como si el autor intentase convencernos de que no se toma a si mismo demasiado en serio. Si a eso le sumamos los momentos incómodos, las meadas fuera de tiesto y otros despropósitos que protagoniza este Tomine casi hipocondríaco, queda claro que el estadounidense de ascendencia japonesa no quiere que le demos a “La soledad del dibujante” el mismo peso que a otras obras suyas. Pues bien, es evidente que le ha salido el tiro por la culata.
“La soledad del dibujante” es un cómic casi tan bueno como todos los anteriores de Tomine y, además, es el más divertido y simpático que jamás haya firmado. Todo ello gracias a echarle un repaso a entrevistas de trabajo, visitas médicas, reuniones de amigos, ninguneos en ferias del cómic, firmas de álbumes francamente embarazosas, primeros escarceos con su ahora esposa, la paternidad, etcétera. Con las ciento sesenta y tantas páginas de “La soledad del dibujante” Tomine se revela en un hombre de carne y hueso frente a nuestros ojos, y vale, se lo compramos, pero lo ha hecho con tal soltura y tal talento que si su propósito era que dejásemos de tratarle como el gran artista que es, no ha cumplido ni en lo más mínimo su objetivo.
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