En el Hollywood de los ochenta, tan pródigo en exceso, dos astutos productores, Jerry Bruckheimer y Don Simpson, pusieron de moda el llamado “high concept”. Su receta para el éxito infalible era construir las películas no tanto en torno a sus personajes, lo que había primado en la década anterior, la era que encumbró a Coppola, Scorsese, Hal Ashby o el primer Malick, sino a una estética y, sobre todo, a una idea argumental sencilla, pero irresistible para el gran público. ¿Qué tiene esto que ver con la última obra del autor noruego Jason, uno de los mejores representantes del cómic europeo de las últimas décadas? Pues que este no es solo dueño de una estética particularísima que se repite una y otra vez en sus tebeos (animales antropomórficos, escenarios minimalistas, diálogos breves y cortantes, un genuino amor por las referencias de la baja y alta cultura), sin dejar nunca de fascinarnos, sino que además es un genio del “high concept” y del pastiche de géneros.
Vamos a poner como ejemplo las que podemos considerar sus obras maestras. En “No me dejes nunca” viajábamos al París de los locos años veinte, el de la “Generación perdida”, como el protagonista de “Midnight In Paris” de Woody Allen, en el que Hemingway, Scott Fitzgerald, Gertrude Stein o James Joyce aparecen transfigurados en dibujantes de cómics, sin ser, por otro lado, perfectamente reconocibles en sus ideas y personalidades. Y los envuelve en el atraco a un banco, inspirado abiertamente en “The Killing” de Stanley Kubrick. ¿No es algo que te apetece leer de inmediato? En “Yo maté a Adolf Hitler”, Jason se fija en un tópico en la ciencia-ficción sobre viajes en el tiempo. Si fuera posible retroceder al pasado, ¿no habría que aprovechar para hacerlo a la Alemania de los años treinta, eliminar al dictador alemán y, de esa forma, ahorrar al mundo los horrores del Holocausto y la II Guerra Mundial? Tal vez suena como una idea excelente, pero si algo nos han enseñado los relatos y películas de viajes en el tiempo, de H.G. Wells a “El Ministerio del Tiempo”, pasando por Stephen King, Bill Murray y Marty Mcfly, es que siempre hay una o varias paradojas que lo enredan todo muchísimo. En el que es, probablemente, su mejor cómic, “El gato perdido”, un émulo del Philip Marlowe de Raymond Chandler aceptaba un caso sobre una mascota desaparecida, más digno del Ace Ventura de Jim Carrey, y este se acababa transformado, con un giro de ciencia-ficción a lo “Expediente-X” en una historia de amor terriblemente desoladora.
En su nueva obra, “La muerte en Trieste”, Jason demuestra de nuevo que no ha agotado su arsenal de argumentos inesperados. Contiene tres historias. La primera, “El caso Magritte” nos presenta a su versión de Los Vengadores (los de la serie clásica británica, no los de Marvel) investigando una serie de extrañas desapariciones relacionadas con los cuadros del famoso artista surrealista belga. La última, “Dulces sueños”, reinventa a los adalides de la new wave y de los New Romantics británicos liderados por Bowie, convertidos en superhéroes e intentando evitar un cataclismo cósmico que puede acabar con nuestro planeta (y que tal vez remite a “Melancolía” de Lars von Trier). La tercera, y más extensa, que da título al cómic, es un audaz collage de micronarraciones situado en el Berlín de la época de Weimar, en el se cruzan y entrecruzan Rasputín, Nosferatu, los artistas de vanguardia y el ascenso del fascismo.
La primera historia adolece de que, tal vez, el final no está a la altura; la última de que el desarrollo no llega al nivel de una premisa tan maravilla; “La muerte en Trieste” es, sin embargo, una locura genial y una muestra de por qué siempre vale la pena hacerse con un cómic de Jason.
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