No creo en las meigas. Pero haberlas, haylas. Por lo menos así lo cree la madre de la pequeña Vera, una mujer que cree que le han echado un meigallo, o mal de ojo, cuando en realidad padece una enfermedad mental que marcará el rumbo de su familia y de la niña.
Publicada originalmente en Francia por Edicions Sarbacane bajo el título “Des maux à dire”, “El Cuerpo de Cristo” es una singular aproximación al tema de la salud mental, aunque de sus páginas se pueden desgranar muchísimos otros, como la superstición, el fanatismo religioso, los traumas infantiles o la violencia de género. Una sólida autoficción, sorprendente, costumbrista en ciertos momentos y rebosante de un imaginario único y vivo que se ancla en la infancia.
Es Vera quien nos cuenta la historia de su madre y de sus problemas mentales. De su calvario, más bien. Porque su madre no sólo debe lidiar con una enfermedad mental: también con la incomprensión de los que le rodean y con la indiferencia de los médicos, que la empujan una y otra vez a ese mundo de superstición donde meigas, exorcismos y potingues varios se convierten en una solución plausible para su mal de ojo. Esto es especialmente significativo en el caso de las mujeres, invisibilizadas y tildadas habitualmente de histéricas o locas. Un estigma social asociado al género que aún pervive.
Uno de los aspectos por los que esta obra es tan potente es el punto de vista desde el que se narra la historia. Ver el mundo a través de la mirada infantil, cándida y libre de juicio, nos aporta siempre una perspectiva que como adultos muchas veces nos cuesta asumir. Esa voluntad de Bea Lema por enseñarnos el mundo tal y como lo ve Vera se cristaliza en su dibujo, naíf y colorista a veces, sombrío y perturbador cuando la enfermedad de su madre, representada por el demonio, se recrudece. El estilo libre y un tanto anárquico que caracteriza todo el relato va dando paso, sobre todo al final, cuando el personaje ya es adulto, a composiciones más convencionales, quizás en una voluntad por transmitir no sólo que Vera ya no es una niña, sino también que ha quedado atrás el caos que provocaba la enfermedad de su madre.
Pero sin duda lo más llamativo de “El Cuerpo de Cristo” es el uso del bordado como soporte, que cobra un poderoso significado desde dos aspectos simbólicos fundamentales. Primero, como empoderamiento. El bordado ha sido una labor tradicionalmente asociada a la vida doméstica de las mujeres y Lema se vale de su técnica como medio para explicar la historia de su madre, convirtiéndolo no solo en un lenguaje artístico válido, sino en un lenguaje propio. Lema utiliza ese lenguaje para explicar sobre todo la infancia y la adolescencia de su madre y el resultado es, desde mi punto de vista, soberbiamente efectivo. Si la intención de un bordado es crear algo estéticamente hermoso, un mero adorno, aquí no lo es. La austeridad cromática y la aparente torpeza de las puntadas crean una extraña paradoja. La portada del cómic además esconde una elocuente metáfora de lo que ha sido la vida para muchas mujeres relegadas al ámbito doméstico, ya que nos enseña el revés del bordado, lo que queda siempre detrás, lo que a simple vista no podemos ver, lo imperfecto y lo feo.
También tiene especial significado como lazo de unión con su madre. Comentaba al principio que muchos temas se mezclan en esta novela gráfica y uno esencial es la relación materno-filial. El bordado se convierte en un vínculo entre ambas, un momento de sosiego y tranquilidad, un hilo que conecta generaciones y generaciones de mujeres que han transmitido ese saber de unas a otras. Lema aboga por la empatía y lanza un mensaje esperanzador en el que la relación con su madre se transforma en una nueva eucaristía, dejando por fin atrás la religión fanática y las supersticiones irracionales. Otro nuevo ritual, el de una hija quedando con su madre para que se tome la medicación, las sustituye. Y su relación sale fortalecida. Una relación que, lejos de ser ideal, esconde muchas imperfecciones, como el revés de sus bordados.
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