Lo que más llama la atención de “El buen padre”, la ópera prima de Nadia Hafid, es la fuerza expresiva de las tonalidades azules y moradas, que marcan los dos tiempos en los que se desarrolla la narración (1995 y 2015). Así, siguiendo la estela de Chris Ware, en este álbum los sentimientos son geometría. Reserva Hafid los tonos carne y calabaza para los sitios donde aun se mantiene una cierta inocencia o esperanza (en los rostros, los cuerpos, fundamentalmente; pero también en algunos tramos del horizonte o en un teléfono).
“El buen padre” es un álbum de espacios, no diáfanos sino huérfanos. Esquemáticos, a veces; en otras ocasiones de apariencia irreal, por causa del distanciamiento hosco. La sobriedad del dibujo y la línea hiperclara producen una especie de desconcierto, dado que el álbum está lleno de elipsis. Dicho de otra forma: se infiere más que se sabe. Y esto obliga al lector a rellenar muchos huecos. Huecos que, empero, no son ambiguos, porque el sentimiento es claro, es un sentimiento de abandono y pérdida. Lo que se nos escamotean son los matices, y de ahí los amplios espacios de las viñetas: un abismo terrible en el que el lector no tiene más remedio que abandonarse. Pero el tema central está claro: el vacío. Un vacío primero sentimental y, más tarde, físico.
Como decíamos, el álbum está dividido en dos tiempos (1995 y 2015), más un prólogo que, en realidad, funciona como epílogo y que adquiere toda su forma dramática al llegar a la última viñeta, donde finalmente se explicita la tragedia que ha venido mostrándose durante todo el libro. En la primera parte está presente el padre, que acaba de llegar de Marruecos. No encuentra trabajo, se desmorona y deprime; algunos días desaparece. Bebe, fuma, dormita, se abandona a su aislamiento o indolencia (si no son ambas partes de lo mismo). Mira la tele. Poco a poco va cayendo en el pozo de la miserable depresión. Se torna violento. Impotente. Y un día desaparece definitivamente, La segunda parte está centrada en la hija, y en las consecuencias del abandono. En su fragilidad, su soledad maltrecha, su también abandonarse a la bebida; su desconfianza con el mundo. Su corazón roto.
Como decíamos, el álbum sorprende, pero también aturde. Porque el sentimiento de vacío es tan omnipresente que asfixia. De ahí que sean casi innecesarios los diálogos, el texto. Un intenso frío no deja cauterizar las heridas abiertas, que andan en carne viva. Pero “El buen padre” le deja al lector también confuso porque no hay en él resquemor, pero tampoco empatía, quizá sí una forzosa comprensión. O más bien una aceptación abatida. Esto es, no hay un juicio moral, a pesar de que esté conformado por múltiples paisajes morales. Pero no el drama, éste no se explicita, no se puntualiza ni halla justificación o causa mayor inteligible. “El buen padre” nos habla de la fatalidad del destino, de las alforjas con las que nos va proveyendo la vida sin nuestro consentimiento y con las que no sabemos muy bien qué hacer. Ahí está la base del desconcierto brutal que provoca este álbum; de ahí surge su gran fuerza metonímica.
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