Estamos en 1994. David Lapham es un joven dibujante veinteañero que trabaja sobre todo con los superhéroes de la editorial Valiant. Ha pasado un fin de semana en San Diego, en la Comic-Com, que ya por aquel entonces era la gran feria de la industria norteamericana. Mientras regresa a su hogar, en el Medio Oeste, en avión, empieza a garabatear una historia corta –que luego se expandiría más y más–. Así nacería “Stray Bullets”, es decir “Balas perdidas”. Junto a él viajaba su futura esposa –y madre de sus tres hijas–, Maria, que, con los años, tendría un papel cada vez mayor en la elaboración de esta serie, como cofundadora de El Capitán, el microsello independiente que crearon para publicarla y, sobre todo en los últimos arcos de la historia, como co-guionista.
“Balas perdidas” se suele describir como un cómic de género negro, pero es muchísimo más que eso, igual que, por ejemplo, “The Wire” es mucho más que una serie sobre policías y criminales. Se trata de una enorme comedia humana que sigue a sus personajes de manera no lineal a lo largo de un gran arco temporal de veintitrés años, de 1974 a 1997. La mejor definición de “Balas perdidas” es la del propio Lapham: “Es un drama sobre personas que se joden la vida las unas a las otras. Cada entrega es una historia autoconclusiva, con sus propios personajes, escenarios y su propio tono narrativo. Algunas historias son trágicas, otras divertidas, otras están repletas de acción. Todas ellas tienen un aire que recuerda al cine negro y a las novelas de misterio, aunque muchas de ellas no sean ni siquiera historias de crímenes. Si las lees todas, verás que además cada historia es una pieza de un rompecabezas que, visto desde una perspectiva de conjunto, retrata un mundo particular en el que todos esos personajes conviven”.
“Balas perdidas” ha tenido una publicación complicada, con numerosas interrupciones, ya que, si bien, desde el inicio, obtuvo la devoción de una parte de la crítica especializada y de un pequeño número de lectores, estos no fueron nunca los suficientes para David Lapham que prescindiera de un gran número de trabajos de encargo, a veces como guionista y, en la mayor parte de los casos como dibujante, que en casi ningún caso se acercan, ni de lejos, a la calidad de esta gran obra. Finalmente, en 2015 apareció “Killers”, “Asesinos”, un volumen de ocho números que servía como conclusión, al menos hasta la fecha, puesto que sus lectores, repartidos por todo el mundo, aún soñamos con la posibilidad de que los Lapham decidan continuarla en algún momento. Y, a renglón seguido, nos sorprendían con “Sunshine & Roses”, un larguísimo arco de cuarenta y dos números, que se editó en Estados Unidos entre 2016 y 2020 que no es ni una precuela ni una secuela, sino una especie de “intercuela”; lo que nos relata transcurre, en su mayor parte, entre el primer y el segundo volumen.
“Balas perdidas” arranca en Baltimore, curiosamente, la urbe que es el escenario de “The Wire”, donde un grupo de personajes acaban vinculados, de una manera u otra y casi siempre contra su voluntad, con el imperio criminal de Harry, un personaje que nunca aparece físicamente en la obra, pero que funciona como una especie de demiurgo maligno que rige desde las sombras el destino de todos los demás. Los hechos se precipitan hasta el punto que tres jóvenes, Orson, Beth y Nina, le roban una gran cantidad de drogas y dinero y emprenden una alocada huida que los llevará a distintas partes de Estados Unidos. Entretanto, son perseguidos por varios de los sicarios de Harry, entre los que destaca –por su oscuro carisma– uno apodado Spanish Scott. A su pequeña “familia” se incorporará en algún momento una niña a la fuga, Virginia, que ha llevado hasta entonces una vida durísima, terrible, a quien veremos crecer y endurecerse y que acabará convirtiéndose en la gran protagonista de “Balas perdidas”.
Aunque es muy difícil hablar de ”protagonistas” en este cómic; los Lapham lo ha diseñado de modo que, en su amplísima nómina de personajes principales, todos posean su propia personalidad, un pasado y motivaciones; todos tienen sus “momentos de gloria” en los que la trama se centra en sus circunstancias. En “La edad de la inocencia” aparecen en primer plano la disparatada madre de Beth, a la que sería muy complicado describir en pocas palabras, y, sobre todo, Kretchmeyer, “Kretch”, un enigmático matón de Harry, con un pasado que, cuando se nos revela, resulta particularmente aterrador, incluso para los parámetros de una historia que se ha ocupado, desde su inicio, de los aspectos más tenebrosos de la condición humana.
Los dos últimos números funcionan como una suerte de “final doble”. En ambos casos, se toman decisiones irrevocables. Hay quien, por ello, se salva y puede continuar adelante. Y hay quien tiene la oportunidad de retomar una “vida normal” y descubre que no puede: es imposible, ya es demasiado tarde. En los últimos años se ha abaratado tanto la expresión “obra maestra” que ya no quiere decir nada o casi nada; pero no cabe ninguna duda de que “Balas perdidas” es una obra magistral desde cualquier perspectiva, una de las más complejas, trágicas, ambiciosas y adictivas, que ha producido el noveno arte.
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