Con el aval de haber sido nuestra representante en la última edición del Festival de Cannes y haberse traído de la costa alpina nada menos que el Premio a la Mejor Película Europea de la Quincena de Cineastas, “Volveréis” aterriza por fin en las pantallas españolas con un objetivo clarísimo: poner patas arriba todo cuanto creíamos saber sobre el amor.
Fechando su relato en los últimos estertores de agosto, Jonás Trueba juega en su aclamada dramedia romántica con los lugares comunes del existencialismo y las consecuencias adversas de un intenso verano en la vida de una pareja de larga duración. El transcurso del mismo, sin entrar explícitamente en detalles o culpables, ha descalcificado definitivamente los lazos entre Ale (Itsaso Arana) y Alex (Vito Sanz), quienes terminan por tomar una irrevocable decisión sobre su futuro. Pero por supuesto, nada de lo que sucede en la narrativa de Trueba es predecible o arquetípico, y a pesar de regodearse en un costumbrismo confortable y doméstico, la magia y la suspensión de la incredulidad hacen de la cinta una maravillosa oda al tipo de amor, civilizado y cabal, que cualquier mortal desearía vivir.
Su tono idealista, en ningún momento negado por el director, consigue instalarnos en el subconsciente la promesa de que existe otra forma de afrontar nuestras relaciones sentimentales y sus respectivas fases. El final es una más de ellas y no tiene por qué ser obligatoria y necesariamente vivida como una “guerra de los Rose” al uso. Así, y huyendo de cualquier impulso lacrimógeno al que podría haberse visto perfectamente arrastrada la propuesta, ésta consigue emocionarnos inintencionadamente desde la sobriedad, entrelazando cabeza y corazón y rompiéndonos poco a poco con la progresiva exposición de la humanidad de la pareja protagonista. Tan seguros y convencidos, como titubeantes e imperfectos.
Sanz y Arana, co-autores de la trama junto al enfant terrible oficial de nuestro cine, firman las que muy probablemente sean sus mejores actuaciones hasta la fecha y se consagran por completo como fetiches interpretativos del director, transmitiendo verdad, sellando los pormenores de su química en pantalla y haciéndonos sentir como unos amigos más que reciben esa delicada noticia. A su vez, el cineasta retuerce un poco más los hilos introduciendo el factor metalenguaje en el planteamiento de la mano de la profesión de los protagonistas (también vinculados a lo audiovisual) y su proyecto en ciernes (una suerte de película dentro de otra película, con la que entre ficción y realidad terminan por comprender mejor las pulsiones y dictados de su presente).
Pese a este sofisticado arrebato de querer rizar más el rizo, junto con esa velada intención filosófica en la que vemos vinculado el relato con la literatura de Kierkegaard y de Stanley Cavell, la cinta termina por ser una de las más accesibles del realizador gracias a una agradecida naturalidad y a la dulzura no verbal de sus involucrados. Uno de sus mejores golpes recientes, rematado con música made in Granada y un imperial Fernando Trueba subiéndose al podio con un entrañable cameo. Otro amor es posible.
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