No es muy difícil estar circulando tranquilamente por tu red social de confianza y encontrarte allí a alguien que, con más o menos razón, se queje de que el blockbuster contemporáneo es puramente algorítmico. No estoy aquí para dar o no la razón a este hipotético usuario, al fin y al cabo creo que cualquier intención de perpetuar este debate acabaría en saco roto. Sin embargo, lo que sí que considero interesante es, en vez de señalar con ira las carencias del cine comercial presente, buscar en el pasado aquellas películas que sí que conseguirían escapar –en caso de que se estrenaran hoy– de ese valle de lo “algorítmicamente generado”. Cuando intento hacer este ejercicio todo lo que me vienen a la cabeza son precisamente ejemplos de pseudo-blockbusters que, en una especie de pacto fáustico, sacrificaron una parte de su ser con tal de abrazar el más absoluto caos y desenfreno, con tal de desatarse de cualquier mínimo compromiso con lo coherente.
Se me hace imposible no echar la vista unas semanas atrás, cuando con un par de amigos quedamos para ver juntos “The Cat In The Hat” de Bo Welch (en contra de la voluntad de uno de ellos, le pido perdón desde aquí). Quizás afectó a mi percepción de la película el haber estado sometido a los efectos de antibióticos y al dolor infernal de una muela del juicio insurrecta, pero os juro que no me podía creer cómo alguien había dado el visto bueno a una película infantil (basada en el universo de Doctor Seuss) así. Innumerables referencias a la castración, Alec Baldwin a medio camino entre el slapstick y la nouvelle vague, referencias al contexto sociopolítico de Taiwán, publicidad de los parques temáticos de la Universal… Para bien o para mal, asomarse a la única película de Welch (¡la única película de Welch!) es dejarse llevar por lo más absolutamente imprevisible. De alguna forma, la frescura aquí nace de cómo el blockbuster estadounidense, uno de los pocos restos que la industria conserva del clasicismo, se ve golpeado brutalmente por la pura casualidad, característica esencial de la modernidad. Y para nada esto es exclusivo de “The Cat In The Hat” (solo faltaría…). “Howard The Duck” de Huyck, “Bill & Ted’s Bogus Journey” de Hewitt, “Evil Dead II” de Raimi, “The Trip” de Corman… ¿Quizás lo que necesita el cine palomitero para matar al algoritmo es dejar que los cineastas sazonen nuestras palomitas con LSD? Que nadie se preocupe, que ya llegaron los Daniel.
A24 se compromete en esta ocasión a ser quien arrebate a este blockbuster de acción de manual su mitad apolínea, condenando a “Todo a la vez en todas partes” al incontrolable torbellino de lo dionisíaco. Daniel Scheinert y Daniel Kwan no han tenido carta blanca, han dirigido “Carta blanca: la película”. Esta es una historia que no se ata a nada ni se compromete con nadie. La única norma a cumplir es, paradójicamente, la de dejarse llevar por lo imprevisible, por lo ridículo, por lo totalmente ajeno al costumbrismo. La rareza como sinónimo de comodidad, el safe place más esquizofrénico de los últimos años. Son muchísimas las cosas que se pueden decir de lo nuevo de los Daniel que quedan totalmente vacías de significado si no van acompañadas de las propias imágenes de la película. Quizá lo que sí le pueda reconocer sin miedo es lo bien que esta funciona como manifiesto contra el sueño americano, lo bien que señala la hipocresía de esos liberales con mentalidad de tiburón que aseguran sin miedo alguno que una mejor versión de tu vida y de ti mismo están a la vuelta de la esquina. “Todo es posible si te lo propones”, te dicen. “Todo es posible si una realidad alternativa del multiverso decide viajar a la tuya para reconocerte como su elegida y darte la opción de adquirir todas las cualidades de tus otros yo de otras realidades alternativas en las que tu vida es mucho mejor”, te dicen los Daniel. “Todo a la vez en todas partes” te grita que hay veces en las que todo podría ir mejor y nada peor, pero que quizás eso no esté tan mal.
Los Daniel parecen tomar prestado el alma siempre juguetón de Takashi Miike a la hora de diseñar una obra sin miedo a lo heterogéneo. Lo último de A24 deambula por los géneros y formatos como un borracho de festival se desplaza de la barra al pogo. Imposible no preguntarse cómo no se ha caído aún, cómo cada movimiento coreográfico (?) no acaba en fracaso (y puntos en la cabeza). Una referencia a Wong Kar-wai por aquí, una a David Lowery por allá, una a Pixar como guinda del pastel… Pero no os dejéis engañar. Lo que hace grande a este multiverso es que es el primero que se cierra en sí mismo, que decide ser centrípeto y no centrífugo. Y ojo, que también quiero dejar claro que entiendo tanto a la gente que tacha a este ejercicio de desenfreno hiperbólico de obra maestra como a la que pueda verse decepcionada o abrumada por la propuesta. Yo mismo me sentí algo desubicado durante la introducción de una historia que claramente no quería ser presentada pero lo estaba siendo. De la misma forma en la que toda la vertiente del drama familiar, aún seguir los pasos de “Red” de Domee Shi y destilar una indudable ternura, quizás frenaba en exceso el viaje alucinógeno que le acompañaba.
Pero no me vais a oír bajo ningún concepto quejarme de “Todo en todas partes al mismo tiempo”. Todas las “Todo en todas partes al mismo tiempo” que lleguen a la cartelera serán consumidas y muy probablemente aplaudidas por un servidor. Hay algo en esta película que, salvando muchísimo las distancias, me recuerda a esa faceta puramente pasional del cine de Roger Corman. Cine de géneros normalmente infravalorados por la crítica y a los que se le suele negar su condición autoral exprimidos al máximo con tal de encontrar cuantos más caminos desconocidos mejor. Cine en el que todo vale mientras ese todo desemboque en la imagen más improbable posible. Siempre contento de comprobar que lo contemporáneo no quiere arrebatar al cine de autor su buena dosis de puñetazos.
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