Que los doscientos quince minutos de metraje no asusten a nadie, estamos, y lo digo en voz alta, ante una OBRA MAESTRA. “The Brutalist” es la película que ha decidido devolver la esperanza al cine americano mientras critica a América. Sus aires de megaproducción, dignos de las antiguas películas de Coppola o Cimino, nos abren las puertas a lo que considero más una experiencia que un largometraje. Algo que intuimos desde el momento en que comienza la película, con esos juegos de cámara, que metafóricamente invierten la Estátua de la Libertad, al ritmo de una banda sonora que atrapa nuestros tímpanos oídos para no dejarnos escapar ni un instante.
Y sí, he escrito megaproducción, pero unir la versatilidad de Adrien Brody (por favor, denle el Oscar), con un Guy Pearce que está que se sale y una Felicity Jones dura e imponente, junto a una estética impecable y unos escenarios monumentales, ha costado apenas diez millones de dólares. Algo que parece imposible teniendo en cuenta el brutalismo, y me permito esta broma, que tienen muchas de las escenas de la película. La imagen del tren, el viaje onírico a Italia, incluso la fantasía arquitectónica del protagonista, László Toth. Pero es lo que tiene trabajar con A24, una de las mejores productoras del momento, que tiene tanto la capacidad de revivir el género del terror, dotándolo de una nueva dignidad, con “Hereditary”, como aquí, al trasladarnos a la grandilocuencia del cine de los años setenta.
Además de la producción, la clave del éxito ha sido el talento de los que se han comprometido con el proyecto. El director Brady Corbet convierte una película de exilio en un retrato de lo que fue y es los Estados Unidos, ya que, aunque cambien los tiempos, los oligarcas con cierto aire trumpista, representados en Guy Pearce, convierten a aquellos que hacen que han construido el país en argamasa para cimentar el constructo del sueño americano. Un guion medido al milímetro donde las sutilezas dialogan hasta fundamentar la degeneración de estos personajes llenos de ambición a los que el poder solo les lleva al onanismo del ego. Algo que claramente se ve en el arquitecto que interpreta Adrien Brody, el cual vuelve al papel que lo hizo icónico, pero se aleja de la sensibilidad del piano para dejarse llevar por sus propias tinieblas.
Aunque el guion y las interpretaciones no son lo único que sobresale en esta película. La puesta en escena es deliciosa y la cámara no es solo la ventana a través de la cual observan los espectadores, también es narrativa. La textura nos sitúa en cada época que abarca la historia y los movimientos, los cambios de ritmo, nos acercan a la emoción de todas las escenas, como si un Stanley Kubrick más dinámico se hubiera puesto detrás de la cámara. ¿Y la banda sonora qué tal? Pfff, la banda sonora trasciende la imagen y, en muchas ocasiones, se convierte en un personaje más. Daniel Blumberg maneja a la perfección, con sus notas, el arte de percutir y conmover.
Hacía años, quizás desde “As Bestas”, en el 2022, que no salía del cine con el corazón tan encogido y tan seguro de que acababa de ver CINE (con mayúsculas). Había momentos en que la mayoría de los espectadores de la fila estaban al borde de sus asientos. Es una película tan magnética como brutal.
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