Wes Anderson ha ido filtrando progresivamente en sus producciones su fascinación por la cultura europea. Ya en “La vida acuática” se inspiró en el popular oceanógrafo francés Jacques-Yves Cousteau para abastecer de referencias y elementos cómicos la película. Después, de manera más directa, la figura del escritor e intelectual austríaco Stefan Zweig planeaba sobre “El gran hotel Budapest”.
Por otra parte, antes de “La crónica francesa”, film ingeniosamente estructurado en episodios, apareció la noticia del interés de Anderson por el clásico italiano de sketches “El oro de Nápoles”, de Vittorio De Sica, como base de una futura película de estructura episódica (¿tal vez sea “La crónica francesa”?). Además, actualmente está rodando en Chinchón (Madrid) una nueva obra de la que solamente se conoce el título, “Asteroid City”: podríamos pensar que el pueblo natal de José Sacristán es una mera localización, pero vista “La crónica francesa”, rodada en la también pequeña localidad de Angulema, donde se realiza anualmente un célebre festival de cómic, uno empieza a preguntarse si su proyecto español no será también otra inmersión del director americano en la cultura de un país europeo. ¿A qué hará referencia entonces? ¿A Goya, a Buñuel, a Dalí...? Porque “La crónica francesa” es eso, la inmersión de Wes Anderson en la cultura visual francesa del siglo XX fusionándola con la americana y sin perder un ápice de su personal impronta estética. El film se inicia con una fachada a lo Jacques Tati, en su interior las imágenes remiten a Hopper, pero los personajes, el montaje, la puesta en escena,... siempre Anderson. En ese sentido, un triunfo indiscutible.
La película, cuyo título hace referencia a una publicación ficticia, The French Dispatch, inspirada en el New Yorker, es un homenaje a periodistas y humoristas gráficos de dicha revista neoyorquina, como James Thurber o S. N Behrman; a una decena de ellos está dedicada la cinta. El film se estructura por secciones, desde un obituario a la gastronomía, pasando por el arte, y las portadas que aparecen dan testimonio de la antes referida asociación franco-estadounidense que la película esgrime, especialmente las diseñadas por el francés Sempé para el New Yorker.
En estas páginas en movimiento Bill Murray es el inflexible y estoico director de la publicación; Tilda Swinton, una relamida crítica de arte; Benicio del Toro, un preso enajenado y pintor; y Timothée Chalamet, un intelectual a lo Verlaine, entre muchos otros personajes propios del universo del director. Se mantiene intacto el gusto por el humor minimalista, aunque rodeado de una ostentación andersoniana que impresiona, ora subyugando ora aturullando. Un exceso de información que el cineasta administra a machamartillo, indicio tanto de su dominio creativo como de cierta autocomplacencia que hará las delicias de sus admiradores, pero que se le atragantará a los no convencidos.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.