Como hiciera ya Ron Howard con la vida del matemático John Nash en “Una mente maravillosa”, un biopic transformado en thriller, Christopher Nolan convierte la versión cinematográfica de la vida del físico Robert Oppenheimer, padre de la bomba atómica, en un film de género que cruza una trama de supuesto espionaje con el cine de juicios en un clima político tan desquiciado como la caza de brujas anticomunista de mitad del siglo XX. En esa búsqueda de aligerar algo tan plúmbeo como la física y las ecuaciones de tiza, Nolan es fiel a sí mismo y pone en marcha un engranaje fastuoso de música e imágenes que envuelve al espectador durante tres horas como antes lo había hecho en otros géneros como la ciencia-ficción de “Interstellar” o el cine bélico de “Dunkerque”.
Así, Ludwig Goränsson debió de recibir instrucciones claras de imitar a Hans Zimmer porque su omnipresente partitura nos recuerda sobremanera al estilo del compositor de “Origen” o las otras cintas de Nolan ya citadas. Igualmente, el uso inteligente de la hipnótica fotografía de Hoyte Van Hoytema, que alterna el blanco y negro con el color, ayuda a ordenar los saltos temporales de la historia presentados en un hábil montaje.
Desfilan por el film decenas de personajes que giran en torno al gran triunfador de la sesión, un Cillian Murphy espléndido ante el mayor reto profesional de su carrera. Que el film no se pretenda como una hagiografía de Oppenheimer, le permite al actor irlandés explorar las aristas de un personaje que transita desde la locura hasta la compasión pasando por la soberbia o el angustioso desasosiego de haber ayudado a crear un arma de destrucción masiva. A su alrededor destacan una poderosa Emily Blunt como su esposa, un terrorífico Casey Affleck en un papel breve de tranquilo militar insaciable y Robert Downey, Jr, aunque algo histriónico en la parte final, en su papel de antagonista, cuya relación con Oppenheimer recuerda la de Mozart y Salieri en el “Amadeus” de Milos Forman.
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