Moonfall
Cine - SeriesRoland Emmerich

Moonfall

5 / 10
Daniel Grandes — 16-02-2022
Empresa — Lionsgate
Fotografía — Cartel de la película

Hace unos meses teníamos a Adam McKay agarrándonos persuasivamente del brazo para que “no miráramos arriba”, como si un cegador eclipse nos acechara. Para equilibrar un poco la balanza del fin del mundo cinematográfico, Roland Emmerich (“Independence Day”, “El día de mañana”) escribe “Moonfall” como manifiesto al acto de mirar a los ojos al apocalipsis, en un gesto fanáticamente manierista, proclamando a gritos que la magia del eclipse consiste precisamente en observarlo hasta quedarse ciego. El principal archienemigo del fuera de campo ha vuelto cuando más se le necesitaba, en un contexto pandémico donde, justamente, el apocalipsis está ocurriendo sin materializarse, sin dejar huellas iconográficas o haber generado una mitología visual de dimensiones colosales. Un par de mascarillas no son suficientes para Emmerich y sus fines del mundo nostálgicos del Cinemarama. “El fin del mundo será un peplum o no será”, parece reivindicar el cineasta alemán en cada uno de los fotogramas que conforman este monumento a la catástrofe digital.

“Moonfall” es, ante todo, un reconfortante espectáculo para aquellos que entiendan la sala de cine como el refugio del horror vacui hollywoodiense, ese lugar donde el caos adopta la forma que verdaderamente le pertenece: la de ser más grande que nosotros. Emmerich retrata el apocalipsis salpicando salvajemente la pantalla de píxeles, con la pasión y ferocidad con la que Pollock cubría cada milímetro de lienzo. Lo hará mejor o peor, pero hacerlo lo hace. Hay momentos donde el plano general se adhiere a lo imposible de una forma casi “fílica”, convirtiendo el retrato de la destrucción de nuestras sociedades contemporáneas en el fetiche máximo de un cine que lucha fervientemente por mantenerlas (he ahí la gran paradoja del blockbuster estadounidense). “Es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo”, supongo, y más aún habiendo en “Moonfall” dos absolutamente nada sutiles referencias a Elon Musk y su Space X (córtate un poco con el product placement, Emmerich, que no me voy a comprar un Rolex).

Es imposible resistirse al esperpento (en el mejor de los sentidos) de Emmerich, y más aún cuando en esta propuesta parece haber dos pulsiones totalmente opuestas empujando en direcciones contrarias. Un universo construido sobre los clichés más hiperbólicos posibles –lo siempre visto– busca en esta ocasión acercarse a una trascendencia existencial –a lo nunca visto– al más puro estilo “2001: Odisea en el espacio”, sustituyendo ahora al enigmático monolito de Kubrick por la más enigmática aún mente de un aspirante a terraplanista. Da para un ensayo el plantearnos cómo la figura del inconformista negacionista, tan popular en el cine de acción estadounidense, adopta en la actualidad una dimensión rotundamente distinta, incluso peligrosa. En Emmerich nunca gana la ciencia, siempre el escepticismo.

Una de las mejores experiencias que tuve el año pasado en una sala de cine fue viendo con dos amigos, estando absolutamente solos en la sala, “Godzilla vs Kong”. Jugando las dos en la misma liga, no dejo de preguntarme por qué “Moonfall” no consigue levitar de la forma en la que el gorila gigante y el lagarto radioactivo lo hacen. Este apocalipsis pesa, es rígido, tiene que ser empujado para que avance y eso, inevitablemente, fatiga. Si McKay no quería que miráramos y Emmerich insiste en que lo hagamos, echo en falta a alguien que, con total desfachatez, se dedique a convencernos de que aquí no hay nada que ver y de que lo mejor sería irse a tomar unas cervezas (algo así como esa última entrega de “Fast And Furious” que, puestos a dejar de lado cualquier pesadez, está dispuesta incluso a mandar un coche al espacio). Confiaba en encontrarme a Emmerich soltándose el pelo, pero no va a poder ser. Lo siento, pero una película que empieza con un debate sobre la letra de “Africa” de Toto tiene la obligación de desmelenarse. Larga vida a Toretto y a la familia.

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