Hace no mucho tiempo se apostillaba a Clint Eastwood como “el último cineasta clásico”, etiqueta equivocada por diversas razones; entre otras, que el estilo clásico nunca morirá, por lo que no procede hablar de “último”. Convirtámosla, pues, en un título simbólico y oficioso que ha quedado vacante por inactividad del nonagenario Eastwood y entronicemos ya a Steven Spielberg como el heredero, “el nuevo último cineasta clásico”. A lo largo de su trayectoria, Spielberg ha hecho remakes de filmes antológicos, ha incursionado en distintos géneros de Hollywood y cada vez más ha extremado la pulcritud de la puesta en escena –ahí están “El puente los espías”, “Los archivos del Pentágono” o “Lincoln”, en la que las secuencias en los porches nos recordaban a John Ford.
En “Los Fabelman”, que invoca a Ford, al melodrama sirkiano y a la comedia juvenil playera, nos lleva a las décadas de los cincuenta y sesenta y se inspira en su propia biografía: en ocasiones da la sensación de estar ante una dramatización de un documental sobre su figura. Spielberg nos conmina a perseguir las pasiones de todo tipo, no solo los sueños vocacionales. Así se vinculan las dos historias que nos cuenta: la fiebre por el cine del protagonista –alguno de sus cortos se llama igual que otros del adolescente Spielberg– y la historia familiar de amores soterrados. Las pasiones hay que cuidarlas, nunca huir de ellas (en eso el director parece enmendarle la plana al propio Ford –otra vez él– en una pequeña subtrama de “Centauros del desierto”. De algún modo, Spielberg es el Ford de nuestro tiempo –y él parece ser consciente–).
“Los Fabelman” es un canto a la imagen filmada y todo lo que nos puede revelar y provocar. Contiene grandes momentos, una galería de personajes escritos con honda precisión e interpretaciones sorprendentes. No tanto por una Michelle Williams que modula la película a su gusto, sino por un Gabriel Labelle que debuta por todo lo alto, un insólito Seth Rogen o un Judd Hirsch fenomenal en su breve intervención.
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