Muchos de los más gloriosos episodios de la historia de la música popular están construidos sobre los renglones torcidos dictados por las personalidades erráticas de sus creadores. Vidas disolutas y conflictivas sin embargo capaces de transformar la verborrea de sus demonios internos en obras de una exultante belleza y emoción. Incluso para esos ilustres malditos existe un panteón exclusivo que dirime su derecho de admisión barajando elementos de lo más aleatorios y de los que, en más ocasiones de las deseables, queda desechado el factor cualitativo. En esa tarea de recuperación cultural es necesaria la intervención de agentes externos que busquen y rescaten a aquellos nombres que por diversas y variopintas situaciones han sido relegados a un inmerecido anonimato. En ese sentido no es exagerado citar a Javier Macipe, director de “La estrella azul”, como benefactor del legado de Mauricio Aznar, quien encabezara a unos pioneros como Más Birras en la noble tarea de incrustar en nuestras fronteras el rock de raíz americana, mucho antes de que ésta fuera una etiqueta lustrosa y por el contrario significara un estigma con el que distinguir a los raros de la clase.
Que a lo largo de todo el metraje de la cinta no se haga mención explicita a la banda en cuestión, ni a ninguno de los proyectos del protagonista, extraordinariamente interpretado por su compatriota Pepe Lorente, convertido en una afligida “rock and roll star” pero desbordante de ternura y sensibilidad, no es tanto un detalle curioso como toda una declaración de intenciones –quizás incluso involuntaria, lo que no la invalida-– respecto a la naturaleza de la producción. Porque si bien puede hacer las veces de “biopic”, dada su indudable base biográfica a la hora de recoger la historia de ese periodo concreto que germinará con el proyecto Almagato, lo suyo contempla unas pretensiones mucho más expansionistas y universales que, pese a estar encarnadas en una figura concreta, superan con amplitud cualquier tipo de frontera y nomenclatura.
Si el inicio de la película juega con la –vista desde el presente dolorosa– ironía de reproducir una cinta de casete donde Mauricio y su hermano, personaje clave en ese acompañamiento por los inciertos caminos de la vida, llaman la atención de su genialidad en ciernes, que casi sin solución de discontinuad observemos la espantada que realiza el cantante en pleno concierto, es un primer contacto con esa trascendental disputa interna que se dirime entre el artista, la obra y su asimilación por parte del oyente; constantes que en el caso del compositor maño tomarán la forma de un triángulo de las Bermudas para su ánimo y estabilidad. Salud, mental y corporal, que antes de resquebrajarse del todo asume la lucidez de ensayar un último intento por rescatar una ilusión que se acerca peligrosamente al abismo del desdén y que encontrará en la figura de Atahualpa Yupanqui su inspiración. Una Shangri-La motivacional que puede resultar a priori desconcertante, dada su ubicación expresiva y geográfica en las antípodas del rock and roll, pero que contiene todo su sentido si se conoce la trayectoria del músico zaragozano o que lo alcanzará si estamos dispuestos a embarcarnos en ese emocionante viaje, casi homérico, que realizará en busca de pulsiones primigenias.
Dado que cualquier cartografía existencial se sustenta más en los virajes inesperados a la que es sometida la brújula que a cualquier ruta premeditada, lo que en principio debía ser una aventura con final en el museo dedicado a dicho cantautor en Córdoba, Argentina, derivará, previo paso de la pérdida de su maleta, metafórica evaporación de pretéritos equipajes, en una estancia en Santiago del Estero, donde quedará prendado del ritmo tradicional de las chacareras. La asistencia, cual revelación mística, a su interpretación bajo esa austera solemnidad que auguran los pequeños tugurios, representados como una guerra de guerrillas en busca de la autenticidad disipada entre los grandes carteles que anuncian durante esas mismas fechas el festival de Cosquín, deviene en la oportunidad de conocer a su máximo mentor, Don Carlos Carabajal. Entre ambos se tejará desde ese momento una relación de alumno y profesor que sin embargo se expresará bajo un mutuo aprendizaje, no obstante, a pesar de los perfiles diferenciados, ambos padecen el mismo destierro por parte del negocio musical, porque tampoco ser catalogado como una institución del cante popular sirve para pagar las facturas.
Es durante ese alojamiento, definido bajo la ternura y la hospitalidad de sus gentes, cuando lo que en un principio significa la curiosidad por alcanzar destreza en esas sonoridades se transforma en paralelo en toda una reformulación de ciertas constantes vitales y artísticas, porque al igual que aquel matrimonio de la extraordinaria película de Roberto Rossellini, “Te querré siempre”, mutaba su relación con el cambio de ubicación, las nuevas latitudes y sus particulares códigos, que incluso le alejan de esas adicciones encargadas de construir peligrosos atajos a la desazón, iluminan una renovada e ilusionarte forma de observar el mundo. Un periplo que significa formalmente la expresión más cercana al documental que adopta la película pero igualmente la emotiva traslación del espectador hasta aquella reveladora experiencia, gracias a una grabación in situ que reproduce décadas después, con los mismos protagonistas de entonces aunque evidentemente adaptados a sus actuales edades, la irrupción de aquel entrañable y frágil “gallego loco”. Un tránsito que se manifiesta como la vindicación del arte en su expresión popular y colectiva, donde se difumina cualquier jerarquización entre intérprete y observador, fermentando de manera inmediata un sentimiento compartido que indica un destino cómplice, lejos de la impostura de las salas de conciertos tantas veces convertidas en iglesias donde se guarda devoto fervor por la figura que regenta los escenarios.
Reconfortado y desprendido de sus espinosas corazas, Maurico Aznar volverá a su tierra natal con ilusiones renovadas, con la intención de retomar su vida pero bajo las nuevas coordenadas aprendidas, incluido regresar al mundo de la música para expresar lo recogido más allá del charco. Intenciones que rápidamente colisionarán con ese hábitat ya conocido por el que todavía siguen pululando fantasmas con heterogénea fisonomía, desde el doloroso y dramático vínculo familiar hasta una industria musical menos permeable a su propuesta de lo esperado. Un entorno que vuelve a convertirse en un suelo quebradizo para un ánimo que también será sometido a esperanzadores fogonazos, como la posibilidad de actuar con su “familia andina” en las fiestas del Pilar o el interés por ser versionado por los exitosos por aquel entonces Héroes del Silencio. Atisbos de lo que podría haber sido un nueva etapa que su misterioso e inesperado fallecimiento obstaculizó en rotundo.
El desenlace de la película adopta un giro “brechtiano” al hacernos partícipes del proceso técnico y humano que ha posibilitado la realización de esta sobrecogedora –a veces por doliente otras por iluminadora– postal de despedida enviada desde aquellos parajes que tan bien conoció Mauricio. Pero más allá del homenaje a un músico, hay una alabanza a quien asumió ejercer ese difícil equilibrio que supone derribar cualquier muro de contención situado entre el arte y la vida, lo que supuso en demasiadas ocasiones sentir la frustración (real o imaginaria) y abrir la puerta a todos esos monstruos ocupados de acallar esa indómita conciencia. Javier Macipe escenifica en esta extraordinaria película el viaje de un hombre al que su extrema sensibilidad le hizo estremecerse más de lo debido, pero que también nos entregó, además de un exquisito legado sonoro, una oda al sueño diletante, el que no espera recompensa ni éxito que no signifique la satisfacción propia. Porque como dice en un momento su personaje con socarronería: “Qué dura es la vida del romántico”. Pero, ¿acaso hay otra forma de existencia que merezca la pena?
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